sábado, 16 de enero de 2021

Por José Alberto Díaz. El Norte

 

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El Norte

 

 

Por José Alberto Díaz

 

 

Bibamus, moriendum est

 

 

Me había despertado a las dos de la tarde y el calor era insoportable. Si bien muchas personas prefieren el frío, porque las altas temperaturas no se quitan ni a chingadazos, la cerveza definitivamente ayuda a mitigar la sensación. ¡Y qué ayuda! Eso necesitaba yo aquel día de verano, unos buenos tarros para refrescar la garganta, y de paso emborracharme.

Caminando a través de los barrios arcaicos de mi querida ciudad Chihuahua, zona cálida y arenosa, entré a una cantina de triste fachada que siempre había ignorado. Para llegar a la barra tenía que recorrer un largo pasillo del que emanaba un sinfín de olores: sudor, meados, humo de cigarro, alcohol barato, perfume corriente, axila sin desodorante; pero mi estómago es a prueba de bombas odoríferas, asquerosos aromas entreverándose para ahuyentar a los delicados de espíritu.

Aquella cantina de mala muerte estaba repleta de relojes adornando las agrietadas paredes, haciéndose notar entre viejísimas fotos de la revolución mexicana. Pancho Villa masacrado, su cuerpo lleno de balas, exhibido por sus rivales como si fuera un trofeo, un botín de cacería. Me fijé muy bien en un taburete a la orilla de la barra antes de sentarme: estaba limpio. Al otro extremo, yacía un sujeto robusto, alto, entrado en años, que calzaba unas botas de trabajo. Bebía con el sombrero puesto. Me percaté –sin mucho asombro–, que tenía enfundado en la cintura un revólver cuyo calibre desconocí. Macho alfa, pelo en pecho, mucho chingón... de esos tipos que más vale ni voltear a ver.

Pedí cerveza oscura. De botella, por supuesto, que el sabor contenido en una lata no me convence del todo. Y eso sí, yo tengo que abrirla, si no, no la tomo. La cantinera que atendía platicaba con el macho alfa. Mejor matrona no podría conseguir el propietario de ese negocio, pues a pesar de su maduro aspecto, tenía unos senos descomunales y un carácter risueño; costaba mucho trabajo mantener la vista en su dentadura, por lo que acabo de describir.

Mientras tomaba mi bebida, volteaba a ver con discreción al vaquero, quien tenía frente a sí una hilera de unas diez botellas vacías de cerveza; tal era su botín de guerra y se jactaba de ello. Había un acuerdo tácito entre él y la cantinera de dejar los envases ahí para reiterarle su status a quien lo viera; el mensaje, al menos para mí, era claro: no lo molestes, no le dirijas la palabra, y si él te llegase a pedir algo, cúmplelo, siempre y cuando esté dentro de tus posibilidades… no vale la pena hacerse pendejo.

Como no había aire acondicionado en el local, ni siquiera un ventilador pinchurriento, el viejo macho alfa, pelo en pecho, seguido se quitaba el sombrero para agitarlo frente a su rostro. Y lo que el cabrón hacía no era para novatos: apurar toda la cerveza de un trago. Luego, con la botella vacía golpeaba la barra, estremeciéndola, como si hundiese una estocada en el lomo de una fiera. No pude evitar imaginarlo en el ruedo, frente a un toro semental embravecido, con su ropa vaquera –sí, con su ropa vaquera, que las prendas de los toreros son para putos–, sin capote, sin espadín, hasta sin pistola, solo con los puños, listo a aporrear al semental y arrancarle los cuernos. ¿Quién es el hombre, quién es más macho? Le preguntaría a la bestia tras vencerla.

No exagero al decir que la barra se estremecía cuando el vaquero la golpeaba. Mi cerveza agitándose parecía un preludio de sismo, las placas tectónicas de la cantina removiéndose por un solo hombre, un titán de la división del norte. No estuve presente en el terremoto del ochenta y cinco; pero por fin pude saber qué se siente cuando vibra la tierra.  

–Sírveme otra, preciosa –profirió el macho alfa tras exclamar de manera prolongada y con plena satisfacción la primera letra del abecedario. Satisfacción tras quitarse la sed.

La mujer le sirvió de inmediato, mostrando su amable sonrisa. Y debido a la ausencia de una máquina capaz de reproducir música por una moneda, el vaquero se puso a entonar una canción de la que poco o nada pude comprender la letra. Su voz era como el calor: jodidamente insoportable. Poco a poco, el tipo se ganaba un digno lugar de odio en los oscuros rincones de mi pensamiento.

Ya estaba deseándole una lenta y dolorosa muerte, cuando dos señores de rasgos indígenas y achinados llegaron a ocupar los taburetes a mi izquierda y derecha. Sus torpes ademanes, tras pedirle a la mujer un par de cervezas, confirmaron lo que a leguas se veía: estaban ebrios. Su léxico se conformaba por palabras incoherentes, altisonantes, por modismos que jamás había escuchado.

Me pregunté para mis adentros por qué se habían sentado enseguida, habiendo tantos chingados taburetes. Estaba incómodo y quería levantarme, ocupar un espacio entre el vaquero y los dos compadritos, hasta que, bendita sea la hora, se me ocurrió hacer algo mucho mejor. Del bolsillo de mi pantalón saqué un exiguo dispositivo que servía para apuntar por medio de tecnología láser. Discretamente, escudándome entre el compadrito a mi derecha, oprimía el botón del dispositivo para proyectar la luz roja directo a los ojos del macho alfa, cantante de tercera, hijo de la chingada.

Repetí la operación varias veces, aprovechando cada descuido del vaquero, quien se limitaba a cerrar los ojos tras encandilarse, desviando la mirada hacia nosotros para encontrar al culpable. A mi parecer, no era la luz lo que le encabronaba, sino la interrupción en su canto ranchero, pueblerino, “celestial”. Los compadritos no sabían lo que estaba ocurriendo. Cuando yo estaba a punto de cometer la misma fechoría, el tipo golpeó la barra tres veces con la palma de su mano, evocando el temblor del ochenta y cinco.

–¡Al pendejo que descubra con ese chingado láser, juro que le voy a partir la madre! –exclamó, con una mirada capaz de fragmentar en mil pedazos el ancho espejo que devolvía nuestra triste imagen; de agrietar aún más las ya de por sí jodidas paredes; de provocarle un infarto a un sonriente Pancho Villa para matarlo por segunda ocasión.

Ante tal advertencia –o no muy sutil amenaza–, hubo un rotundo silencio en la pocilga. Los compadritos le miraron sin intimidarse, antes de volver a lo suyo: beber con ganas. Coloqué el aparato láser en su sitio y me puse a tomar con más ímpetu, anhelando que todos permaneciéramos quietos, en completo mutismo, sin chingar el alma al prójimo. 

Todo iba bien hasta que, maldita sea la hora, los compadritos comenzaron a dirigirme la palabra. “Se habían tardado estos cabrones”, pensé, resignándome a prestarles un poco de atención. Al principio no podía comprender del todo su beoda conversación; pero conforme el tiempo discurría, lograba captar las palabras.

No es que estuviese aprendiendo los modismos, más bien mi estado de embriaguez aumentaba de forma considerable para estar en sintonía con ellos. Entre emisor y oyente, el canal para transmitir la información era la voz lubricada por el alcohol. Aunque la plática era tediosa y trivial, al cabo de un rato se tornó más seria, capturando mi escucha.

Uno de ellos afirmó provenir del sur. Cuando él era joven, solía beber en las cantinas con el chambergo puesto (no me pregunten qué es eso), además de involucrarse asiduamente en peleas de cuchillo. Alardeó, entre muchas cosas, de haber conocido en una fonda a un tipo de apellido extranjero, quien por causas del destino, o por una resolución del mismo sur, tuvo un duelo con él.

Se batieron fuera de la fonda, en una llanura.

Pensé que ésa había sido la causa de la migración del compadrito. Por alguna razón pensé mucho en el pobre infeliz de apellido extranjero. Él debió haber jugado con una daga como todos los hombres, pero su esgrima no pasó de ser una noción de que los golpes debían ir hacia arriba y con el filo para adentro.

Aunque me entretuvo la plática del compadrito, hizo que desconfiara más de él. ¿Qué tal si de un instante a otro se ponía a barajar un puñal y me lo hundía de buenas a primeras? Lo más inteligente que podría haber hecho era pagar por mis bebidas y salir del local; pero elegí quedarme.

Enfocándome en la cerveza, los borrachines a mi lado comenzaron a alzar la voz, gritándome al oído como si estuviese sordo, parado a lo lejos, ante el umbral del pasillo de la cantina. Pensé en tomarme la última cerveza para largarme de una buena vez, pero seamos francos: llevaba como tres últimas botellas. Abrumado por la disyuntiva, noté cómo se estremecía la sucia barra por enésima ocasión

–Sírveme otra, preciosa –exclamó el macho alfa, pelo en pecho, mucho chingón, cantante de tercera que nos había amenazado de darnos una putiza.

¿Qué hizo, entonces, aquel grandísimo hijo de la chingada cuando le sirvieron otra cerveza? ¡Se puso a cantar otra vez el muy desconsiderado cabrón!

Para agraviar más las cosas, los compadritos comenzaron a seguirle el juego, uniéndose en un canto que ni era el mismo, ni era entonado en absoluto. ¡Qué pinche martirio! Las voces disonaban a tal grado que la pintura de la cantina parecía desprenderse.

El hartazgo del ambiente hizo que sacara el dispositivo láser de mi bolsillo. En vez de usarlo, se lo mostré a los compadritos. Parecían niños con juguete nuevo, le daban vueltas, oprimían el botón repetidas veces, se reían. Entonces guié la mano del compadrito del sur, sentado a mi derecha, quien en ese momento sostenía el aparato, y apunté al rostro del viejo cantante, hundiendo el botón para proyectar el láser directo a sus ojos.

Cuando la luz le cegó momentáneamente, el macho alfa, pelo en pecho, dio otro fiero manotazo a la barra acompañado por un intenso gruñido y cesó el canto. Solté la mano del compadrito, quien no dejó de reír junto a su amigo por la travesura. El vaquero se levantó, viéndoles el rostro, enardecido por la burla. Caminó con pie decidido hasta nosotros, luego desenfundó el revólver y le apuntó al compadrito del sur.

–Lo prometido es deuda, pendejo –le advirtió, antes de dispararle en la sien.

El otro tipo estaba demasiado ebrio como para sorprenderse, así que se limitó a sonreír, patético, como si la muerte de su amigo hubiese sido una broma. El vaquero también le disparó. Enseguida enfundó su pistola, pagó su consumo y el de los dos cadáveres para que la dama no saliera con cuentas “mochas”.

–Cuando la policía te pregunte por el matón, ¿qué le vas a decir, preciosa? –le preguntó el macho alfa a la cantinera, dirigiéndole una sonrisa.    

–Que eras bajito, delgado y bigotón –respondió, devolviéndole el gesto.

–Así me gusta –le guiñó el ojo al decirle “preciosa”, luego depositó un billete en medio de sus grandes senos antes de dirigirme la palabra. 

–¿Y usted compa, qué va a decirle a la “chota” si lo interroga?

Estaba aturdido por las detonaciones, respirando a duras penas por lo sofocado del ambiente y por el humo de la pólvora que permeaba alrededor de mi lugar.

–Nada. Además ya me voy –alcancé a balbucear.

–No se agüite mi compa, tómese otra “cheve” antes de irse –me dijo, colocando un billete que tenía impreso el rostro del siervo de la nación, luego se fue.

Sentí frío en pleno verano y aún me temblaban las corvas. Cuando el macho alfa sacó su revólver, pasé por las siguientes fases, aunque no precisamente en ese orden: se me bajó la presión; puse cara de pendejo; controlar mis esfínteres fue un esfuerzo sobrehumano.

Cogí el billete para pagarle a la cantinera y me marché del tugurio, caminando como lo haría un palo. Más tarde, habría de terminar de emborracharme en casa para olvidar la escena. A partir de aquel día, a menudo, sueño con la llanura...

 






José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

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