sáb/jad
El Norte
Por José Alberto Díaz
Bibamus,
moriendum est
Me había despertado a las dos de la tarde y el calor era
insoportable. Si bien muchas personas prefieren el frío, porque las altas
temperaturas no se quitan ni a chingadazos, la cerveza definitivamente ayuda a
mitigar la sensación. ¡Y qué ayuda! Eso necesitaba yo aquel día de verano, unos
buenos tarros para refrescar la garganta, y de paso emborracharme.
Caminando a través de los barrios arcaicos de mi querida ciudad
Chihuahua, zona cálida y arenosa, entré a una cantina de triste fachada que
siempre había ignorado. Para llegar a la barra tenía que recorrer un largo
pasillo del que emanaba un sinfín de olores: sudor, meados, humo de cigarro,
alcohol barato, perfume corriente, axila sin desodorante; pero mi estómago es a
prueba de bombas odoríferas, asquerosos aromas entreverándose para ahuyentar a
los delicados de espíritu.
Aquella cantina de mala muerte estaba repleta de relojes adornando
las agrietadas paredes, haciéndose notar entre viejísimas fotos de la
revolución mexicana. Pancho Villa masacrado, su cuerpo lleno de balas, exhibido
por sus rivales como si fuera un trofeo, un botín de cacería. Me fijé muy bien
en un taburete a la orilla de la barra antes de sentarme: estaba limpio. Al
otro extremo, yacía un sujeto robusto, alto, entrado en años, que calzaba unas
botas de trabajo. Bebía con el sombrero puesto. Me percaté –sin mucho asombro–,
que tenía enfundado en la cintura un revólver cuyo calibre desconocí. Macho
alfa, pelo en pecho, mucho chingón... de esos tipos que más vale ni voltear a
ver.
Pedí cerveza oscura. De botella, por supuesto, que el sabor
contenido en una lata no me convence del todo. Y eso sí, yo tengo que abrirla,
si no, no la tomo. La cantinera que atendía platicaba con el macho alfa. Mejor
matrona no podría conseguir el propietario de ese negocio, pues a pesar de su
maduro aspecto, tenía unos senos descomunales y un carácter risueño; costaba
mucho trabajo mantener la vista en su dentadura, por lo que acabo de describir.
Mientras tomaba mi bebida, volteaba a ver con discreción al
vaquero, quien tenía frente a sí una hilera de unas diez botellas vacías de cerveza;
tal era su botín de guerra y se jactaba de ello. Había un acuerdo tácito entre
él y la cantinera de dejar los envases ahí para reiterarle su status a quien lo
viera; el mensaje, al menos para mí, era claro: no lo molestes, no le dirijas
la palabra, y si él te llegase a pedir algo, cúmplelo, siempre y cuando esté
dentro de tus posibilidades… no vale la pena hacerse pendejo.
Como no había aire acondicionado en el local, ni siquiera un
ventilador pinchurriento, el viejo macho alfa, pelo en pecho, seguido se
quitaba el sombrero para agitarlo frente a su rostro. Y lo que el cabrón hacía
no era para novatos: apurar toda la cerveza de un trago. Luego, con la botella vacía
golpeaba la barra, estremeciéndola, como si hundiese una estocada en el lomo de
una fiera. No pude evitar imaginarlo en el ruedo, frente a un toro semental
embravecido, con su ropa vaquera –sí, con su ropa vaquera, que las prendas de
los toreros son para putos–, sin capote, sin espadín, hasta sin pistola, solo
con los puños, listo a aporrear al semental y arrancarle los cuernos. ¿Quién es
el hombre, quién es más macho? Le preguntaría a la bestia tras vencerla.
No exagero al decir que la barra se estremecía cuando el vaquero
la golpeaba. Mi cerveza agitándose parecía un preludio de sismo, las placas
tectónicas de la cantina removiéndose por un solo hombre, un titán de la
división del norte. No estuve presente en el terremoto del ochenta y cinco;
pero por fin pude saber qué se siente cuando vibra la tierra.
–Sírveme otra, preciosa –profirió el macho alfa tras exclamar de
manera prolongada y con plena satisfacción la primera letra del abecedario.
Satisfacción tras quitarse la sed.
La mujer le sirvió de inmediato, mostrando su amable sonrisa. Y
debido a la ausencia de una máquina capaz de reproducir música por una moneda,
el vaquero se puso a entonar una canción de la que poco o nada pude comprender
la letra. Su voz era como el calor: jodidamente insoportable. Poco a poco, el
tipo se ganaba un digno lugar de odio en los oscuros rincones de mi
pensamiento.
Ya estaba deseándole una lenta y dolorosa muerte, cuando dos
señores de rasgos indígenas y achinados llegaron a ocupar los taburetes a mi
izquierda y derecha. Sus torpes ademanes, tras pedirle a la mujer un par de
cervezas, confirmaron lo que a leguas se veía: estaban ebrios. Su léxico se
conformaba por palabras incoherentes, altisonantes, por modismos que jamás
había escuchado.
Me pregunté para mis adentros por qué se habían sentado enseguida,
habiendo tantos chingados taburetes. Estaba incómodo y quería levantarme,
ocupar un espacio entre el vaquero y los dos compadritos, hasta que, bendita
sea la hora, se me ocurrió hacer algo mucho mejor. Del bolsillo de mi pantalón
saqué un exiguo dispositivo que servía para apuntar por medio de tecnología
láser. Discretamente, escudándome entre el compadrito a mi derecha, oprimía el
botón del dispositivo para proyectar la luz roja directo a los ojos del macho alfa,
cantante de tercera, hijo de la chingada.
Repetí la operación varias veces, aprovechando cada descuido del
vaquero, quien se limitaba a cerrar los ojos tras encandilarse, desviando la
mirada hacia nosotros para encontrar al culpable. A mi parecer, no era la luz
lo que le encabronaba, sino la interrupción en su canto ranchero, pueblerino,
“celestial”. Los compadritos no sabían lo que estaba ocurriendo. Cuando yo
estaba a punto de cometer la misma fechoría, el tipo golpeó la barra tres veces
con la palma de su mano, evocando el temblor del ochenta y cinco.
–¡Al pendejo que descubra con ese chingado láser, juro que le voy
a partir la madre! –exclamó, con una mirada capaz de fragmentar en mil pedazos
el ancho espejo que devolvía nuestra triste imagen; de agrietar aún más las ya
de por sí jodidas paredes; de provocarle un infarto a un sonriente Pancho Villa
para matarlo por segunda ocasión.
Ante tal advertencia –o no muy sutil amenaza–, hubo un rotundo
silencio en la pocilga. Los compadritos le miraron sin intimidarse, antes de
volver a lo suyo: beber con ganas. Coloqué el aparato láser en su sitio y me
puse a tomar con más ímpetu, anhelando que todos permaneciéramos quietos, en
completo mutismo, sin chingar el alma al prójimo.
Todo iba bien hasta que, maldita sea la hora, los compadritos
comenzaron a dirigirme la palabra. “Se habían tardado estos cabrones”, pensé,
resignándome a prestarles un poco de atención. Al principio no podía comprender
del todo su beoda conversación; pero conforme el tiempo discurría, lograba
captar las palabras.
No es que estuviese aprendiendo los modismos, más bien mi estado
de embriaguez aumentaba de forma considerable para estar en sintonía con ellos.
Entre emisor y oyente, el canal para transmitir la información era la voz lubricada
por el alcohol. Aunque la plática era tediosa y trivial, al cabo de un rato se
tornó más seria, capturando mi escucha.
Uno de ellos afirmó provenir del sur. Cuando él era joven, solía
beber en las cantinas con el chambergo puesto (no me pregunten qué es eso),
además de involucrarse asiduamente en peleas de cuchillo. Alardeó, entre muchas
cosas, de haber conocido en una fonda a un tipo de apellido extranjero, quien
por causas del destino, o por una resolución del mismo sur, tuvo un duelo con
él.
Se batieron fuera de la fonda, en una llanura.
Pensé que ésa había sido la causa de la migración del compadrito.
Por alguna razón pensé mucho en el pobre infeliz de apellido extranjero. Él
debió haber jugado con una daga como todos los hombres, pero su esgrima no pasó
de ser una noción de que los golpes debían ir hacia arriba y con el filo para
adentro.
Aunque me entretuvo la plática del compadrito, hizo que
desconfiara más de él. ¿Qué tal si de un instante a otro se ponía a barajar un
puñal y me lo hundía de buenas a primeras? Lo más inteligente que podría haber
hecho era pagar por mis bebidas y salir del local; pero elegí quedarme.
Enfocándome en la cerveza, los borrachines a mi lado comenzaron a
alzar la voz, gritándome al oído como si estuviese sordo, parado a lo lejos,
ante el umbral del pasillo de la cantina. Pensé en tomarme la última cerveza
para largarme de una buena vez, pero seamos francos: llevaba como tres últimas
botellas. Abrumado por la disyuntiva, noté cómo se estremecía la sucia barra
por enésima ocasión
–Sírveme otra, preciosa –exclamó el macho alfa, pelo en pecho,
mucho chingón, cantante de tercera que nos había amenazado de darnos una
putiza.
¿Qué hizo, entonces, aquel grandísimo hijo de la chingada cuando
le sirvieron otra cerveza? ¡Se puso a cantar otra vez el muy desconsiderado
cabrón!
Para agraviar más las cosas, los compadritos comenzaron a seguirle
el juego, uniéndose en un canto que ni era el mismo, ni era entonado en
absoluto. ¡Qué pinche martirio! Las voces disonaban a tal grado que la pintura
de la cantina parecía desprenderse.
El hartazgo del ambiente hizo que sacara el dispositivo láser de
mi bolsillo. En vez de usarlo, se lo mostré a los compadritos. Parecían niños
con juguete nuevo, le daban vueltas, oprimían el botón repetidas veces, se
reían. Entonces guié la mano del compadrito del sur, sentado a mi derecha,
quien en ese momento sostenía el aparato, y apunté al rostro del viejo
cantante, hundiendo el botón para proyectar el láser directo a sus ojos.
Cuando la luz le cegó momentáneamente, el macho alfa, pelo en
pecho, dio otro fiero manotazo a la barra acompañado por un intenso gruñido y
cesó el canto. Solté la mano del compadrito, quien no dejó de reír junto a su
amigo por la travesura. El vaquero se levantó, viéndoles el rostro, enardecido
por la burla. Caminó con pie decidido hasta nosotros, luego desenfundó el
revólver y le apuntó al compadrito del sur.
–Lo prometido es deuda, pendejo –le advirtió, antes de dispararle
en la sien.
El otro tipo estaba demasiado ebrio como para sorprenderse, así
que se limitó a sonreír, patético, como si la muerte de su amigo hubiese sido
una broma. El vaquero también le disparó. Enseguida enfundó su pistola, pagó su
consumo y el de los dos cadáveres para que la dama no saliera con cuentas
“mochas”.
–Cuando la policía te pregunte por el matón, ¿qué le vas a decir,
preciosa? –le preguntó el macho alfa a la cantinera, dirigiéndole una
sonrisa.
–Que eras bajito, delgado y bigotón –respondió, devolviéndole el
gesto.
–Así me gusta –le guiñó el ojo al decirle “preciosa”, luego
depositó un billete en medio de sus grandes senos antes de dirigirme la
palabra.
–¿Y usted compa, qué va a decirle a la “chota” si lo interroga?
Estaba aturdido por las detonaciones, respirando a duras penas por
lo sofocado del ambiente y por el humo de la pólvora que permeaba alrededor de
mi lugar.
–Nada. Además ya me voy –alcancé a balbucear.
–No se agüite mi compa, tómese otra “cheve” antes de irse –me
dijo, colocando un billete que tenía impreso el rostro del siervo de la nación,
luego se fue.
Sentí frío en pleno verano y aún me temblaban las corvas. Cuando
el macho alfa sacó su revólver, pasé por las siguientes fases, aunque no
precisamente en ese orden: se me bajó la presión; puse cara de pendejo;
controlar mis esfínteres fue un esfuerzo sobrehumano.
Cogí
el billete para pagarle a la cantinera y me marché del tugurio, caminando como
lo haría un palo. Más tarde, habría de terminar de emborracharme en casa para
olvidar la escena. A partir de aquel día, a menudo, sueño con la llanura...
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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