viernes, 9 de octubre de 2020

Héctor Contreras López. Más allá de las dunas


Más allá de las dunas

 


Por Héctor Contreras López

 


Rodolfo y Francisco eran compañeros en la primaria del pueblo. Desde cuarto año habían comprendido que existían lazos que los ataban y los hacían buscarse el uno al otro. Francisco iba a la casa de Rodolfo casi todas las tardes para pasar tiempo con él y escucharlo tocar la guitarra y cantar. Rodolfo sabía canciones que a Francisco le parecían trágicas y Rodolfo las tocaba con una pericia y una energía que producían en su amigo un efecto hipnótico.

La casa de Rodolfo se ubicaba en una loma a las afueras del caserío; desde ese punto de observación, los niños se habían convertido en observadores de atardeceres. Durante las tardes de otoño, se sentaban a mirar cómo la luz del sol subía y subía para luego descender, rozando en el proceso la espina dorsal de las dunas, que se aprestaban a pasar la noche como si fueran gatos acurrucados.

Cuando pasaron a sexto año, Rodolfo le dijo a su amigo que ya tenía novia y lo invitó a que fueran juntos a visitarla. Ella se llamaba Anita y también estaba en sexto; su casa se encontraba al otro lado de la plaza, también hacia las afueras, y se distinguía de las demás porque estaba rodeada por el frente de una bardita hecha de piedras grises de diferentes tamaños. Anita tenía ojos grandes y una sonrisa amplia que le dibujaba dos hoyitos en las mejillas cada vez que sonreía.

Cuando llegaron, Anita salió de su casa y se recargó en la barda de piedra. Por la parte exterior, los amigos hicieron lo mismo y así se quedaron un rato platicando. Los días siguientes de aquella primera cita, Francisco se hizo el propósito de decirle a su amigo que ya no iba a acompañarlo, que sería mejor si él pasaba el tiempo a solas con su novia. Pero una fuerza mayor a la de sus intenciones lo hizo callar; y como Rodolfo siguió invitándolo, él siguió yendo.

Un día, en clase, la maestra les habló de los dibujos que unos hombres, hacía muchos años, habían dejado grabados en las piedras en el centro de las dunas. Rodolfo y Francisco, que se sentaban juntos, voltearon a verse con la misma mirada. Después de varios días de planes y preparativos, con sus mochilas a la espalda, un sábado a medio día  se reunieron afuera de la escuela y de ahí se dirigieron a casa de Anita para platicarle de su expedición y despedirse.

Anita salió, como todos los días, con su gran sonrisa. Pero cuando escuchó los planes de sus compañeros, se preocupó mucho y trató de disuadirlos.

¿Piensas que tenemos miedo?, le dijo Rodolfo, mirándola con una expresión desafiante.

Yo tengo miedo de que vayan ustedes solos y que luego les pase algo, respondió ella.

No nos va a pasar nada, vamos bien preparados. Y, al decir esto, Rodolfo se levantó la camisa dejando ver una pistola que tenía sujeta al cinto.

Después de despedirse y de asegurarse que nadie los había visto, salieron del pueblo por la parte trasera de la casa de Anita y caminaron en silencio sobre la arena toda la tarde. De vez en cuando Francisco miraba a su amigo con una mezcla de admiración y temor. ¿De dónde había sacado Rodolfo esa pistola? ¿Por qué pensaba que era necesario que fueran armados?

Al hundir y sacar los pies de la arena, Francisco no pudo evitar que los recuerdos de aquellas tardes de guitarra y canciones, de atardeceres compartidos, lo inundaran. Ya cerca del anochecer, divisaron a lo lejos un promontorio desordenado de grandes rocas iluminadas por los últimos destellos de luz.

Aquella noche hubo movimiento en el pueblo. Las familias de los niños, al notar su ausencia y ver que pasaba el tiempo y no aparecían, empezaron a buscarlos por todas partes, pero no los encontraron. Un grupo se había congregado en la plaza con la intención de salir a buscarlos, pero ¿hacia dónde?

En su casa, Anita decidió contarles a sus padres lo que sabía. El papá de Anita fue de inmediato hacia la plaza, donde habló con los padres de los niños.

Están en el área de los petroglifos, les dijo.

De inmediato, un grupo repartido en dos trocas salió en su búsqueda.

Desde la ventana de su cuarto, Anita, que no podía dormir, pudo percibir las luces de los faros subiendo y bajando, hasta perderse en la distancia. Se acostó después de un rato y en sus sueños predominaron sentimientos de angustia con imágenes de diablos dibujados en piedras muy grandes.

A la mañana siguiente regresaron las dos trocas sin los niños y sin noticias de su paradero. El grupo permaneció en el pueblo el tiempo suficiente para reabastecerse de combustible y alimentos. Así lo hicieron durante varios días, incluso con el apoyo de las policías local y estatal, pero no encontraron ningún rastro de los muchachos.

Anita terminó la primaria y después se fue con su familia a vivir a la frontera. Al terminar la secundaria consiguió trabajo como secretaria en una maderería, donde la conocí.

Sus ojos grandes todavía brillaban como dos astros y su risa ocasional aún le dibujaba esos hoyitos en los cachetes. Cuando nos presentaron le dije, hola, me llamo Francisco. Ella pareció sorprenderse, pero no contestó nada.

Mucho tiempo después, cuando ya éramos amigos, durante uno de los descansos que teníamos para comer, al entrar a la oficina, me dijo: venga, Francisco, me gustaría contarle una historia.

 

Chihuahua, 26 diciembre 2019

 

 

 

 

Héctor Contreras López es un escritor, traductor e investigador independiente originario de Chihuahua. Ha publicado los libros de poemas Memoria de la piedra (Ichicult, 2006) y El árbol de la aurora (Ichicult, 2011). Desde 2015 es coordinador del Taller de Traducción Literaria Ricardo Aguilar, en Albuquerque, Nuevo México, y en la ciudad de Chihuahua. “Címbalos” forma parte del poemario inédito Pochitoque.

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