sábado, 24 de octubre de 2020

José Alberto Díaz. La otra chica más guapa de la ciudad


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La otra chica más guapa de la ciudad

 

Por José Alberto Díaz

 

A Charles Bukowski, ¿a quién más?

 

Durante uno de los más crudos inviernos decembrinos registrados en la ciudad, fui por primera vez al Men’s Club Lado Oeste, el cual estaba frente a un terreno baldío. Me senté en la barra, el lugar ideal para las personas sin acompañantes. Pedí cerveza –siempre buena en cualquier estación del año– y me dispuse a beber sin prestarle atención a los parroquianos que empezaban a saturar el sitio.

Lado Oeste fue una cantina muy popular, no por las rebajas en el consumo desaforado de alcohol, ni por los ornamentos del inmueble. No tenía nada sobresaliente: luces de neón en el interior y en la fachada, capacidad para cien clientes y mobiliario cómodo. De hecho, había varios puntos en contra. El humo denso de centenares de cigarros flotaba –renuente a difuminarse– en cada recoveco del recinto, humo desprendiéndose en espirales, espíritus nocivos dispuestos a perjudicar a los fumadores y a los no fumadores por igual. Tanto en la barra como en el suelo había manchas de ceniza, refresco, licores diversos, adheridas cuales motas en el pelambre de un félido. Del techo pendían lámparas de luz mortecina; una o dos. Según parecía, iban a caerse en cualquier instante. La música sonaba fuerte, era necesario gritarle al cantinero para darse a entender.

¿Cuál era la virtud del lugar? La pista de baile para una sola persona, ubicada en el centro del sitio; sobre la superficie de la pista –donde sobresalía un poste hasta alcanzar el cielorraso–, una mujer por turno, moviéndose al compás de una música suave, vulgar o acelerada, despojándose de la escasa ropa sobre su cuerpo. Ciertas bailarinas, de acuerdo a su destreza, coordinación, fuerza y flexibilidad, se valían del tubo para remontar la cúspide y contorsionarse de mil maneras, haciendo babear a los espectadores; no faltaba quién se dispusiera –acicateado por el show– a colocar un billete en medio de los senos o a través de la tanga de las danzantes.

A cada momento aparecían damiselas de alquiler entre las mesas para ofrecer su compañía a cambio del patrocinio de una o varias copas… una asociación lista a disolverse al término del capital de los clientes.

Una mujer de las más jóvenes se acercó; la rechacé amablemente. No me interesaba relacionarme con nadie, menos en ese momento tras la ruptura reciente que había sufrido de una relación. En seguida empezó a sonar una balada cuya letra me pareció muy acorde a las vivencias de ese sitio y el animador –micrófono en mano– exhortó a una chica, cuyo nombre no recuerdo, a realizar su baile de barra en la dichosa pista.

 

Soldadito marinero, conociste a una sirena

de esas que dicen “Te quiero” si ven la cartera llena.

Escogiste a la más guapa, y a la menos buena.

Sin saber cómo ha venido, te ha cogido la tormenta

 

Entonces la escuché hablar a un lado de mí: una joven bajita, curvilínea, de tez morena y de cabello corto. Se llamaba Mónica y, si bien no era la chica más guapa de la ciudad, sin duda podía competir por el segundo puesto. Quizá una mención honorífica.

–Cuando me subí al tubo por primera vez, pusieron esa canción. No supe cómo bailarla.

Su acento delataba su origen sureño, tan distinto al tono brusco de los habitantes del norte. Volteé a mirarla de inmediato: pese al frío, llevaba solo un top y una mini falda. Una pequeña cicatriz surcaba su frente, mas no le daba mal aspecto. Me dieron ganas de acariciarle la herida impresa en su cara, por curiosidad. No lo hice; me limité a seguir la conversación.

–¿De dónde vienes?

–Veracruz –replicó.

Sí, había un aire de costa en su manera de hablar, brisa marina en su hálito.

–Me gusta Xalapa.

–No soy de la capital.

Percibí un dejo de nostalgia en su voz, como si la remembranza le afectara. Por alguna razón de peso, conjeturé, habría emigrado. Ella volteó a ver a la chica sobre la pista y yo hice lo mismo: era poco agraciada y un tanto robusta, preferiría pagarle para que no se quitara la ropa. Dejé de prestar atención y proseguí tomando. De un momento a otro, Mónica habría de pedirme un trago; me anticipé a ello, ofreciéndole una botella de cerveza.

–¿Qué haces? –me preguntó, apoyando los codos sobre la barra.

–Tomo contigo.

Ella se rio por mi sarcasmo. Insistió en saber acerca de mi fabulosa vida laboral.

–Trabajo para una editorial, aunque escribo cuando no voy a las cantinas. Soy un escritor secreto y oprimido.

–Siempre he querido que alguien cuente mi historia –dijo, acercando su taburete hasta rozar mi brazo. La vi mejor; noté otra cicatriz, justo debajo de su costilla–. Si me mientes, te voy a agarrar de los huevos, ¿oíste? ¡De los huevos!

–A ver, muéstrame tus manos.

Juntó sus manitas formando un cuenco y las puso ante mí.

–Mmm… no te van a caber.

Se cubrió el rostro con timidez antes de soltar la carcajada, luego empezó a hablar sin detenerse, como si yo estuviera dispuesto a escribir su biografía en ese preciso momento… y ni siquiera había tomado en cuenta mi opinión. Para bien, su vida era más o menos interesante. Ella era de un pueblo costero y había nacido en el seno de una familia pobre, disfuncional, marginada. Se fue de la casa sin haber cumplido la mayoría de edad, juntándose con un hombre cinco años mayor. Pronto se embarazó. Después del tiempo común de gestación, dio a luz a un niño, quien murió sin haber cumplido siquiera un mes, a causa de una enfermedad congénita. Le sobrevino una depresión que la indujo a abandonar a su cónyuge; aislarse a menudo en un sitio poco frecuentado del litoral, donde caminaba hasta el umbral de una cueva, deshecha, alicaída.

Ahí se quedaba como en el limbo, abstraída, encogiendo las rodillas contra el pecho mientras las rodeaba con los brazos. Cuando las penumbras avasallaban a la luz, emergía de su refugio para retornar a la ciudad.

Tras recuperarse de aquella etapa de duelo, vivió en las calles, ora adaptándose entre malvivientes y vagabundos, ora buscando alimento en basureros. Un día, cuando buscaba algo de comer en los contenedores de basura, fue descubierta por un travesti de facciones espigadas, largo cabello, muy morenoy alto, quien –acaso cautivado por su apariencia– la adoptó. El travesti era conocido como África, por su físico; él mismo había elegido tal mote. Vivieron juntos alrededor de un año en un departamento decoroso, hasta que la muerte los separó. A causa de una congestión alcohólica, África feneció en la madrugada de una noche de jolgorio, en su propia alcoba.

El destino, para muchos, transmuta en el más nefasto insecto volador que uno ha de ahuyentar; y este volvía a mofarse de Mónica.

Empero, no se amedrentó. Pensando en un giro de vida, decidió mudarse al norte, donde, según ciertos sureños, termina la civilización y comienza la carne asada. Ya instalada en mi ciudad, consiguió trabajo como bailarina en un bar situado en la zona de tolerancia. Allí se valió del apodo de su mentor para desligarse de su pasado. Sus curvas trascendían su exigua estatura; pronto empezó a ganar notoriedad entre los parroquianos de aquella taberna.

Desde las playas del estado de Veracruz: África.

Decenas de personas abarrotaban el tugurio para observarla menear sus prominentes caderas; ofrecerle un billete con la vana ilusión de obtener su aquiescencia para tocar su abultado trasero; imaginar que la poseían allí mismo sobre la pista. En ese entonces, Mónica apenas accedía a cumplir bailes privados, cuyo elevado precio no cualquiera podía costear.

Todo iba bien, hasta que un viernes de cuaresma su patrón la invitó a dar un paseo en automóvil junto a otras dos bailarinas del bar. Mientras iban y venían por las calles menos concurridas y tomaban tequila reposado, el patrón alcahuete, proxeneta, condujo más allá de los confines de la metrópoli, rasgando la palpable oscuridad como bólido a cien millas por hora. Ya sobre el asfalto de la carretera, perdió el control del vehículo y fue a estrellarse contra un muro de contención.

La tragedia no cobró víctimas, pero las lesiones fueron graves: Mónica, quien iba de copiloto, adquirió su primera cicatriz al impactarse contra el parabrisas. El único hombre a bordo resultó el más lastimado; requirió un par de meses para rehabilitarse. Durante su recuperación, se vio forzado a cerrar las puertas de su negocio, dejando desamparadas a las chicas.

Sin deprimirse por la cicatriz, Mónica optó por transitar la vía fácil: la nocturna vida galante, el oficio más arcaico del mundo. Se olvidó de su existencia precaria en Veracruz cuando vio sus ganancias triplicarse. Era tan requerida, que incluso se daba el lujo de elegir a sus clientes.

Ese sentido de exclusividad, de saberse deseada y no corresponderle a cualquier perro a pesar de la remunerada oferta, le confería a sus nalgas el valor de un fruto prohibido. Y todos querían probar ese fruto, aunque fuera un ligero mordisco.

Sus días de prostitución tuvieron un abrupto desenlace, una noche cercana al solsticio de verano. Dos muchachos de origen menonita –aislados del modo de vida ortodoxo inculcado por la religión de su etnia– la habían contactado para bailar en una despedida de soltero. La recogieron sin contratiempos en el lugar indicado.

Mientras acortaban la distancia rumbo al motel –ubicado en medio de una carretera– donde habría de llevarse a cabo el festejo, uno de los jóvenes, disoluto por la ingesta de alcohol, quiso manosear a Mónica, quien no se dejó tocar. El otro chico la amenazó con bajarla de la camioneta si no cedía. La dama siguió impasible, las vivencias de la calle la habían endurecido lo suficiente como para dejarse intimidar por dos jovenzuelos bravucones. Siguió firme en su postura y les exigió bajar de inmediato, de cualquier forma le haría para regresar a su casa, incluso a pie.

Colérico por su actitud, el disoluto le hundió una navaja debajo de su costilla, luego la arrojó de la camioneta, que ni siquiera se había detenido completamente. Mónica perdió el conocimiento al caer sobre la grava en medio de la carretera. 

Poco tiempo había transcurrido desde el crimen cuando una conductora la vio, tendida bocabajo, en el mismo sitio donde la habían tirado. La mujer pidió una ambulancia y esta llegó sin demora: dos paramédicosle brindaron a Mónica la atención necesaria.

Pasó días internada en el hospital: ahí la visitó con mayor frecuencia una compañera de trabajo, América, quien jamás se había llevado del todo bien con ella. Limaron asperezas y se hicieron amigas.

En cuanto la dieron de alta de la clínica, Mónica retomó su oficio como bailarina en el famoso Lado Oeste, gracias a la recomendación de América. Recobró la popularidad, a pesar de haberse emancipado durante su etapa como meretriz, yendo a trabajar solo un día a la semana, cada viernes. Y al llegar a ese punto, concluyó su historia.

Mónica había lubricado su garganta con cerveza, un trago por cada frase emitida; yo había dado un sorbo por cada frase escuchada. El caso es que estábamos, mas o menos, en la primera etapa de embriaguez. Poco a poco digería su historia y no me explicaba por qué me había revelado tantas cosas, si éramos nada más dos extraños conviviendo en la barra de una taberna. O la chica presentía algo, o se había tomado muy en serio mi oficio como escritor secreto y oprimido.

–¡Vamos a brindar, cabrón! –exclamó–. ¿Por qué? ¡Por estar vivos! Ya me le escapé a la huesuda dos veces… quizá la tercera sea la vencida – aseveró entre carcajadas, al entrechocar su botella contra la mía.

Me contagió un poco de su gracia, pero me reí con ella por compromiso. Iba a ordenar otra ronda, cuando el animador del antro alborotó a la gente.

–¡El que se atreva a pasar a la pista a ser parte del show de Kenya y Nairobi, le vamos a regalar un shot de tequila! 

Pronto alzó la mano un joven de veintitantos años entre el enjambre de clientes y, sin voltear a ver a su alrededor para distinguir si alguien más se había animado, subió a la pista. Kenya y Nairobi pusieron una silla y lo obligaron a sentarse en ella. Pronto empezó a sonar una melodía que las dos chicas bailaron con sensuales movimientos.

Cuando la gente empezó a silbar y aplaudir eufórica, ambas se abalanzaron sobre el muchacho, quitándole, una a una, sus prendas. El imbécil no opuso resistencia, solo sonreía como si tuviera retraso mental y fuese incapaz de articular una palabra monosílaba. El dúo dinámico ya le había quitado la ropa –salvo los calzoncillos– y le arrimaban nalgas y senos a su entrepierna. Luego dirigieron las manos a su ropa interior para deshacerse de ella; pero el muchacho se rehusó. Se cubrió su sexo con las manos y ya no quiso cooperar más.

Los tres forcejearon. Los parroquianos no dejaban de mirar lo que ocurría en el escenario. Al fin cedió, ganaron las mujeres. Despojado de sus trusas, el chico mostró, muy a pesar suyo, un pene microscópico que lo convirtió en el hazmerreír de la noche.

–¡Ah, qué chilote papá! – exclamó el animador, arrancándo sonoras carcajadas.

Tras bajar de la pista y vestirse, el infeliz ni siquiera reclamó su premio, solo se fue del lugar sin decir una palabra.

Mónica y yo retomamos nuestro simposio. Un hombre que tomaba de pie, no muy alejado de la barra, volteaba a mirarnos cada rato. Me le quedé viendo y le iba a preguntar si se le ofrecía algo, pero Mónica se me adelantó, señalándolo con discreción.

–Conozco a ese pendejo. Es amigo de mi esposo.

–¿Tu esposo? – inquirí, poniendo cara de idiota.

–Sí, ya llevamos juntos nueve meses.

–Entiendo. ¿Tienes su bendición para trabajar aquí?

–¡No! No sabe a qué me dedico. Por eso nomás vengo los viernes. Cualquier pretexto me basta para salir una vez a la semana.

–No vivimos en una ciudad muy grande, ¿cómo que no lo sabe?

Sin escuchar su respuesta, pensé dos cosas: su marido era muy estúpido, o se hacía güey… quizá un poco de ambas.

–Pues no se ha dado cuenta. Y si alguien le viniera a contar cositas malas de mí, conozco muy bien la manera de contentarlo– añadió, mostrando una sonrisa pícara.

–¿Qué pasaría si se enterara?

–¡Me mata! –respondió con tono socarrón–. No te creas. Nunca va a darse cuenta de mi doble vida porque se mantiene ocupado. Trabaja en una maquiladora, como el pendejo de su amigo aquí presente. De hecho, esta cantina se mantiene llena de maquileros.

Yo era conocedor del trabajo en las maquiladoras, por eso no podía juzgar si los empleados, al salir de su jornada laboral, venían a lugares como Lado Oeste a malgastar su salario. Permanecer parados ante una ruidosa máquina de proceso monótono, en turnos de ocho, hasta doce horas, podía hastiar y volver loco a cualquiera. Si a eso le añadimos la molesta presencia de ingenieros sabelotodo encima de esos empleados de menor jerarquía, amenazándolos con arrebatarles el bono de productividad si no cumplen el requerimiento –no vayan a provocar un paro de línea en la planta de los clientes por falta de material–, exigiéndoles que no haya merma en el producto, exhortándolos –sin una justa compensación monetaria– a formar parte de la metodología de mejora continua y a concebir proyectos de ahorro… pues resultaba justa y necesaria una distracción para reducir sus elevadísimos niveles de estrés.

–Míralos –prosiguió Mónica, rotando la cabeza de izquierda a derecha–, parece que no les dan en su casa. Se están cogiendo con la mirada a la Graciela.

Graciela era la chica en turno bailando. Tenía los senos operados y su maquillaje me pareció excesivo; pero nadie le miraba el rostro. Yo prefería –aún lo hago– a las mujeres naturales, de esas cuya virtud es resaltar su belleza sin recurrir a los cosméticos ni al bisturí.

No todos los hombres ponían atención al baile; unos se limitaban a conversar y a beber, beber y conversar. Había más jóvenes que maduros; ninguno rayaba en la senectud. Tal vez los más viejos estaban casados y habían pedido permiso a sus mujeres para salir de casa con la excusa de ver el box o la liguilla de fútbol.

Habíamos retomado la charla, mofándonos de la clientela, cuando el animador, con su voz imperiosa, exhortó a Mónica, llamándola por su apodo, a ingresar a la pista. Antes de hacerlo, ella me pidió recoger su ropa cuando se la quitara. Asentí con la cabeza como niño obediente.

Atendiendo el primer aviso, África subió con plena seguridad. Había transmutado en un felino moviéndose con elegancia sobre las faldas del Kilimanjaro. Danzaba lenta y sensualmente al ritmo de una canción de ABBA, Chiquitita, cuya letra hacía sentido a sus propias vicisitudes, aunque ella no lo supiera.

 

Chiquitita, you and I know

How the heartaches come and they go and 

the scars they're leaving

You'll be dancing once again and the pain 

will end

You will have no time for grieving.

 

Los resabios del dolor de África, sus cicatrices, corazón roto… todo eso llegaría a su fin a través de la danza, su baile de barra como catarsis.

Entonces comenzó a desvestirse y me arrimé a la pista para recibir su vestimenta; en ese momento, todos los malditos perros ponían atención al escenario, perros de hocico humedecido, perros en celo, perros sin oportunidad de poseer a una semidiosa. Más de uno le ladró: “yo te saco de aquí, mi reina”.

Las prominentes curvas de Mónica habían sorprendido a los clientes; sus dos cicatrices apenas eran perceptibles a través de la opacidad. A pesar de su exiguo tamaño, su abultado trasero no se veía fuera de proporción. Los parroquianos, ante el influjo del hechizo, comprendimos esa frase cursi y añeja: las mejores cosas vienen en frascos pequeños. Y el sortilegio llegó a su fin junto a la canción de ABBA; Mónica descendió de la pista desnuda; yo le entregué sus atavíos; fue a vestirse a una habitación reservada para las trabajadoras del bar.

Al cabo de un rato regresó conmigo a la barra. Seguimos tomando, bailó otra chica y el animador, sosteniendo siempre su micrófono como si fuera extensión de su mano, agradeció la presencia-preferencia de la clientela, antes de corrernos amablemente, al cierre del lugar.

–Vámonos –dijo Mónica.

–¿A dónde?

–A tu casa. No puedo llegar tan tarde, mi esposo es capaz de dejarme afuera… y con este pinche frío. Siempre soy de las primeras que se suben a bailar, y la primera en irse temprano. Hoy fue la excepción por andar platicando tanto; pero valió la pena.

Permanecí un rato en mutismo. Siempre he tratado de sortear los problemas, y alojar a una mujer casada podría acarrearme una cadena de conflictos. Por alguna razón, atribuida quizá a la docilidad de mi embriaguez, acepté darle posada.

Mientras nos dirigíamos a la salida, noté la mirada fisgona del amigo del esposo de Mónica, el maquilero estúpido. Salimos y el clima gélido se había intensificado. Las nubes se precipitaban, poco a poco, en una finísima cortina de nieve. Las calles aún no se habían cristalizado, empero, conduje despacio por la niebla que flotaba en el ambiente, cuya espesura me recordó al maldito humo de mil cigarros en Lado Oeste.

Arribamos a mi departamento, sitio aceptable a donde me había mudado porque mi casa anterior servía de horno en verano y de frigorífico en invierno. Entramos al dormitorio.

–Por si no se te quita el frío con las cobijas, puedes encender la calefacción. Yo me voy a dormir en el sofá.

–No te vayas allá, quédate conmigo.

Una vez más, no pude negarme a su propuesta. Pensé que se iba a desvestir; mas no lo hizo. Con todo y su chamarra puesta, encendió la calefacción y se metió debajo de las cobijas. Me quité la chaqueta antes de acostarme a su lado. No la abracé, ni siquiera le puse un dedo encima. Cada quien estaba en un extremo de la cama. Acostados de ese modo, como pareja en disputa, me sobrevino un recuerdo: cuando era joven, sin haber cumplido la mayoría de edad, renté un cuartucho de hotel para disfrutar mi primera vez con una sexoservidora. La inexperiencia y el nerviosismo se adueñaron de mi estado de ánimo… por eso no se me puso dura, a pesar de que la chica estaba encima de mí, frotando su sexo contra el mío. Fue el momento más vergonzoso de mi vida, un momento “trágame tierra”. Jamás la volví a buscar para pedirle la revancha.

Amaneció en mi departamento. El lacónico sol de invierno, apenado por la ausencia de calor, se ocultaba detrás de las nubes algodonadas. Mónica y yo nos levantamos; antes de salir me lavé la cara y emprendimos el viaje a donde ella dijera.

–No creo que sea buena idea llevarte a tu casa.

–No. Llévame con una amiga. Voy a decirle a mi marido que me fui de parranda con ella.

Pronto llegamos a la dirección indicada. Antes de bajar del automóvil, Mónica me preguntó:

–¿De verdad eres escritor?

–Sí, aunque no de tiempo completo. Tengo un libro publicado, pero eso fue hace años. Las musas se rehúsan a visitarme, no se me ha ocurrido nada interesante para narrar.

–Mi historia, ¿no se te hizo interesante? Me sentiría muy afortunada si alguien la escribiera.

Le sonreí antes de responder:

–No te prometo nada. Publicar un libro no es fácil, mucho menos en esta época. Pasan los años, sube la inflación y el presupuesto a la cultura siempre sufre recortes. Así es en todos los países tercermundistas. No lo tomes a mal, tu historia es digna de contarse.

Ella emitió una risa breve, sutil como la brisa marina en su hálito, luego me dio un beso fugaz en los labios antes de bajar del coche. Vi su figura contonearse con gracia mientras caminaba rumbo a la puerta de la casa. Me fui de allí hasta que le abrieron y entró sin agitar su mano para despedirse.

Regresé a mi departamento y no volví a salir aquel día. Me puse a leer a un autor de Italia y no pude concentrarme en su novela. En cuanto cerré el libro, permanecí un rato reflexionando y tuve lo que mis colegas en el ámbito literario llaman epifanía. Algo interesante para narrar.

Acto seguido, encendí mi computadora portátil y presioné teclas. Letras formaron palabras; palabras, frases y enunciados; enunciados, párrafos. Una musa proveniente de una costa del océano atlántico me había hablado. Su historia me atrapó, la hice mía, la extendí, le sustraje vivencias, le añadí otras… y así se dictó sola durante horas, días y semanas, yo solo fui su receptáculo, un medio para transcribirla en hojas virtuales.

 

 *

 

Al cabo de dos meses, terminé de redactar y pulir el relato de África, mismo que devino en una novela corta. La presenté a un conocido, director de una editorial pequeña pero muy decente de la capital del país. Le gustó y, después de realizar los trámites necesarios para publicarla, imprimiendo un tiraje modesto de mil ejemplares, me mandó algunas copias mucho antes de la presentación. Era verano. Había pasado un semestre desde aquella vez en el bar cuando conocí a Mónica, ausentándome todo ese período para evitar problemas. Por cierto, suplanté el nombre de Mónica por Elizabeth en mi novela: Maleza de litoral.

Llegó la noche del viernes, preparé uno de los libros y puse una dedicatoria a su protagonista de la vida real; partí rumbo al famoso Lado Oeste. Arribé cuando había poca gente. Pedí una cerveza –mejor aún en la época más calurosa del año–y me senté en un taburete junto a la barra. Las chicas empezaban a llegar. Yo escudriñaba a quien cruzara la puerta de la taberna, no veía a mi protagonista por ningún lado. Pasó una hora, luego dos. Me desesperé. Cuando cesó la música para dar inicio a la rotación de bailarinas, hablé con el cantinero.

–¿Va a venir Mónica?

El sujeto se me quedó viendo fijamente mientras limpiaba un vaso con un paño. Frunció la boca antes de negar despacio con la cabeza.

–¿No sabes? La mató el esposo.

Sentí un malestar en el abdomen. No pude articular palabra ni quise saber más sobre el asunto: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?

Supuse lo obvio: un chisme del maquilero, el descubrimiento de la doble vida de Mónica.

Me sentí desgraciado, culpable, patético. Pagué la cuenta y salí del lugar sin haber terminado la cerveza. Afuera hacía un calor casi tan saturado como en el maldito tugurio. Caminé a través del terreno baldío frente al inmueble pintado de neón. La maleza se había extendido como plaga, ¿cómo no iba a hacerlo, si esta surge en cualquier sitio, en cualquier temporada?

Maleza en el desierto, en la playa, en la orilla más recóndita del litoral. Maleza a través de las grietas del pavimento, reclamando su sitio. Maleza incluso en la inhóspita tundra, en la gélida tundra, en la puta tundra. Maleza brotando después de arrancarla de raíz, maleza eterna, obstinada, renuente a morir.

Incapaz de hacer algo al respecto, conteniendo las ganas de maldecir a voz en cuello una y otra vez, arrojé el libro que había dedicado a Mónica entre la mala hierba. Di la media vuelta, crucé la calle y subí al automóvil para largarme a casa. Jamás regresé al Men’s Club Lado Oeste.

 

 

 

 

 

José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

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