El silencio
Por Elvira Catalina Gutiérrez
Bajo un silencioso atardecer de tonos escarlata, sola, sus largos cabellos negros, su esbelto y pobre cuerpo, pensándose con aires de grandeza en un ambiente de carencias donde las privaciones más aterradoras no son las materiales, son las del alma.
Vivir en la frontera le facilitó el sueño de conducir un auto al Paso Texas de compras. Muy poco tenía, por eso eran tan pobres sus ambiciones. ¿Qué puedes desear cuando conoces tan poco?
Algunos aspiran al conocimiento que ni siquiera imaginan que exista, la mayoría no puede siquiera tocar esta pretensión. Sus deseos materiales eran los más hambrientos, indigentes, comparados con los de los grandes capitalistas.
Esa tarde, en el vaivén de sus ambiciones, sintió una extraña felicidad; cierto bullicio recorría las venas de su vida. Se llenó de los colores de la tarde rojos, violetas, naranjas, los blancos algodones flotando en el cielo. A pesar de todo se sintió una mujer satisfecha.
Familia, para muchos, disfuncional: un padre alcohólico que golpea a la esposa y a los hijos para descargar su mediocridad y coraje. La madre que trabaja para mal alimentar a la familia, como la patita va al mercado a traer todas las cosas del mandado y quiere rendir sus centavitos, porque su esposo “es un pato sinvergüenza y perezoso que no da nada para comer”.
A pesar de los pisos de tierra, la mugre desbordando por todas partes, las paredes de tablas, láminas, una casa que carga el peso de la pobreza construida con lo que otros tiran.
Pedazos de humanidad, almas desamparadas.
En ese lugar olvidado de la mano de Dios, le tocó una mirada divina que le concedió una apariencia agradable. Verla solamente, alegraba, colmada de gracia y belleza.
Su padre detenía los golpes frente a ella; su madre creía un poco en la justicia. Su única hija. En ella caía la ambición de una vida mejor. Amada en un lugar donde se puede ser despreciado hasta por los progenitores, común no tener padre y si bien te va un poco de madre. Crecer a la buena de Dios, entre violencia, odio, vicios provocados por el desamparo.
En ella la vanidad, más que pecado, era virtud. Caminaba reflejando el amor inmenso que sentía por su reflejo. Se subía al camión y disfrutaba de las miradas que la seguían.
La mayoría de las que subían eran del sexo femenino; entre todas había un aire de complicidad. Intentaban ganarse la vida y sentían satisfacción por su independencia que las hacia alcanzar algunas migajas de libertad. Era poco de lo que disponían pero a muchas les permitía darse privilegios. Con ese trabajo podía comprarse pinturas y ropa para disfrutarse más. A su manera, se permitía el lujo de vestirse para sentirse bonita y gustar a los más que se pudiera. Sentir que la vida no era tan injusta.
Allí estaba con sus ojos abundantes, la pintura les daba más profundidad, sus sombras oscuras, sus labios rojos, su perfil perfecto, su cabellera larga, negra, ondulada, sus botas y jeans, la blusa ajustada, que dejaba ver los pechos, apenas en desarrollo.
Hacía tres años había terminado la secundaria, sus padres estuvieron orgullosos de eso. No tenía posibilidades culturales ni económicas de pensar en el bachillerato, era ridículo, a pesar de que en la escuela quisieron ayudarla. Urgía colaborar con los gastos, además se moría de ganas de comprarse cosas, traer algo nuevo por primera vez.
Ese día le tocó turno de noche. Trabajó como de costumbre, rutina de siempre que parece comerse el seso. Terminó de madrugada. Normalmente su padre o sus hermanos la esperaban a la salida para acompañarla, pero ese día no había nadie. En vez de esperar, tomó el camión que la dejaba a unos veinte minutos caminando de su casa.
Cuando bajó, apenas unos cuantos pasos y a dos kilómetros de su casa, pasó una camioneta, alguien la subió a la fuerza.
No tuvo tiempo de nada, cuando menos lo pensó, la invadió por completo el dolor de la humanidad entera. Al final, cuando salió el arcoíris, dejó una lágrima para la madre tierra, ya nunca más regresó a casa.
Un cuerpo ultrajado, girones de piel en los campos de algodón, poco que reconocer de la belleza de antes.
Ser mujer y ser bella le fue arrebatado con alevosía y completa maldad. Lo mejor y lo peor que esta vida le dio.
Las almas destrozadas se unen, renacen de la cenizas con vigor, se van a buscar a otros mundos la felicidad.
Su madre sigue cargando el dolor que vivió unos momentos su hija, pero con su amor libera cada día un poco más el alma y se va acercando y tocando el espíritu divino.
Es curioso el tiempo. Un sentimiento le abre las puertas a otras dimensiones. Los que siguen aquí no pueden siquiera imaginar.
Para el que encuentra eternidad y se encuentra a sí mismo fuera del cuerpo, vivo o muerto da lo mismo. La vida es un medio, como lo es la comida o el dinero.
Una mujer destrozada, violada en crueles condiciones, les gana la batalla a los que todavía respiran pero son más cadáveres que el cuerpo putrefacto violado y ultrajado que dejaron. La mujer ganó, su espíritu triunfa.
Elvira Catalina Gutiérrez. Licenciada en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene maestrías en educación y en periodismo. Es profesora de literatura en secundaria y trabaja en radio con un programa cultural. Es autora de un libro sobre el tema Juana de Ibarbourou y otro sobre educación literaria para niños, ambos inéditos. Durante varios años escribió periódicamente en la revista Exprés.
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