Ya mero es medianoche
Por Humberto Quezada Prado
Las ramas de los árboles asustan con su vareo coqueto, incesante vaivén que el viento marca, silban asustando a quienes tienen de punta los vellos de brazos y piernas. Es temprano y la noche intranquila se siente y hay jadeos afuera. En los rincones de los patios los perros aúllan con sonido lastimero, haciéndose bola con el rabo encogido. Las mujeres mayores hincan en zaleas a grandes y pequeños para que respondan a voz en cuello las letanías, dichas hasta cuatro veces a cuatro voces.
Para tranquilizar a los niños les dicen que es por la paz de los difuntos, por las almas en pena, por ayudar a la expiación de culpas terrenales a los muertos de muchos años y para que en las madrugadas la esencia de esas almas deje de aparecerse en forma de sábanas blancas a los incautos que se aventuran por las calles de Nonoava cuando recalan a sus casas en horarios inoportunos.
Los pequeños no creen tan ingenuos argumentos. Lo cierto es que rezan de puritito miedo y les dan ganas de salir corriendo, esconderse en lo más aluzado o subirse a los álamos queriendo alcanzar la estrella más cercana para escapar del momento. Se aguantan porque están atrapados en sus casas, en los salones llenos de cuadros con fotografías antiguas que dan pavor, ancestros cuyas miradas parecen seguirles en cualquier movimiento, al contrario de las apacibles y alegres imágenes de Helguera luciendo en los almanaques.
A un tercio de los rezos hay calma. Los jadeos de afuera desaparecen, pero los vellos continúan erizados. El suspenso cuelga de las vigas del techo, esperando para caer de punta en las cabezas. Todos voltean la mirada a los resquicios de puertas y ventanas en los que aseguran descubrir ojos que se asoman sin recato, se oyen rasguños arrancando la pintura de la madera, aunque parece que nada se mueve.
¿Será que algo se agazapa preparando un ataque? ¿Será que ese algo busca la manera de entrar y abalanzarse sobre los cuerpos inermes? ¡Vaya suplicio, vaya incertidumbre por lo que pueda pasar! Nada mejor que rezar para darse valor, tomar fuerzas, dice la que se erige como controladora de la situación. En verdad que es lo único que discurren, pobres.
Y en esa calma aparente siguen repasando las cuentas del rosario. Un rugido saca de quicio a todos. Los pequeños corren y se acurrucan en los brazos de las grandes, que también se estremecen. Y lloran, dejan de rezar y lloran a bajo volumen, no vaya a ser que esa cosa de afuera se incomode y derribe lo todo para meterse. La más corpulenta del grupo arrima su humanidad a la chimenea. No tiene frío, en todo caso le llegan los escalofríos por el momento, porque es otra su intención.
Hay brasas aún, el calor es poco, aunque están cubiertas con la ceniza debajo se ve el rojo fuego. Entre rezo y rezo alarga su brazo al montón de la leña, a oscuras toma una tabla podrida y un tronco de encino delgado y los acomoda despacio para que enciendan. Un par de soplidos y el pedazo de tableta arde alimentando hacia arriba el cauce de tierra humienta con una columna de humo. Allí se queda, quieta, mirando que el tronco de encino también arda. La cosa rugiente no se atreverá a entrar por la chimenea.
De nuevo oyen correteos en el patio y el gruñido de los perros arrinconados en alguna parte lejos de la puerta. Despiertos están viviendo una pesadilla, no saben cómo terminará y a qué hora podrán acostarse. Ya casi es medianoche, se oye decir a una de las mayores. No saben si a esa hora el peligro arrecie o es la hora del fin de la pesadilla.
Han terminado las letanías y todos están en silencio, parando oreja ante cada ruido que se cuela por las rendijas, la emoción aumenta, la adrenalina está al máximo y se oyen los latidos del corazón de quien está más cercano. Ya casi es medianoche, repite la misma voz, gruesa, ronca de tanto rezar. Todos la escuchan. A nadie le interesa la hora y se sumergen de nuevo en el silencio.
La más pequeña, de brazos, se ha dormido y el resto va cayendo en un sopor casi total. La leña se ha consumido, las brasas permanecen, ya sin fuerzas para arder. La claridad va llegando en preludio a la salida del sol. Hace rato que un gruñido lejano se oyó al otro lado del arroyo. Ahora los perros ladran despreocupados, nomás por el gusto de ladrar, porque es la función principal de todos los perros en la vida.
La mujer mayor pega la oreja, abre la puerta con precaución y el más escuálido de los guardianes llega y le roza con su rabo en los chamorros abundantes de carne. El peligro ha pasado, eso esperan todos en la casa. Poco a poco se van desperezando y la vida sigue, la vida comienza otro día. Y nadie sospecha que por la noche el episodio ha de repetirse hasta volverse cosa común, tan cotidiana como la propia existencia.
Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.
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