miércoles, 14 de octubre de 2020

Giorgio Germont. Hellas Grecia

 

el libro de las cosas perdidas

Hellas

Grecia

 

Por Giorgio Germont

 

No es lo mismo Patras que Atenas o Santorini, cada una de esas ciudades tiene sus peculiaridades. 

Patras es la entrada oeste de Grecia. Un tranquilo puerto de 250 mil habitantes.

Está situado en la península del Peloponeso, una estrecha cintura de donde cuelgan los dedos geográficos de la tierra griega. Se cuenta que los consejeros de Nerón le advertían que si ordenaba las excavaciones del estrecho de Corinto se suscitaría una inundación aniquiladora, las aguas ahogarían cientos de poblados al conectar los dos mares, el Egeo y el Jónico.

Si embargo era evidente que aprovechar el estrecho era la mejor manera de hacer comercio entre los dos mares, aunque navegar al filo de las islas muy peligroso. Los litorales escabrosos y las tormentas que azotan el Peloponeso fueron causa de incontables pérdidas. Fueron cementerios marinos que cobraron vidas, navíos naufragados y cuantiosos, cargamentos perdidos.

El dictador Periander, en el siglo séptimo, construyó sobre tierra firme el Diolkos, (una especie de carretera empedrada donde por un lado se trasladaban las naves vacías sobre carretones de grandes ruedas, y por otra ruta paralela se transportaban las cargas del barco en carretones de yuntas de bueyes), para unir los puertos del golfo de Corinto y el golfo de Sarono. Los frutos de este comercio dieron auge al Peloponeso, un fuelle económico y político para la región.

Existen aún restos arqueológicos de esa vía de transporte comercial que fue tan exitosa hace tres mil años. El Diolkos fue el inicio al actual canal de Corinto, que inició operaciones en 1893. Fue dragado en una longitud de 6.5 kilómetros de largo y 21 metros de ancho para unir el golfo de Corinto con el mar Egeo. Por esta vía transportan incalculables cantidades de comercio a lo largo del año.

En Patras hay avenidas arboladas que descienden de las laderas del monte Panachaikon rumbo al mar. La vista de la bahía está dominada por dos Torres náuticas en su estrecha boca, unidas con una gran cadena que sella el paso naval.  

La costumbre es disfrutar un café expreso frío, preparado con azúcar sobre hielo y servidoa las 9 de la mañana; después un ligero almuerzo al mediodía. Es tradicional la siesta de las 3 a las 5 de la tarde, especialmente en el tiempo de calor, de mayo a septiembre, donde el termómetro registra hasta 34 grados de máxima. La gente se refugia del sol en sus viviendas.

Por las noches vuelven a la vida los habitantes en los restoranes sobre las banquetas de las avenidas para continuar la vida social y familiar al aire libre. Es común ver que toman la cena los comensales a las diez de la noche. Se disfrutan los platillos mediterráneos; la Spana kopita, el Saganaki y los frutos del mar a la plancha, acompañados de vino tinto.

En contraste, Atenas es muy ruidosa, como toda gran metrópoli. Hay mucho tráfico y hordas de turistas abundan en los sitios históricos. Los griegos son amigables y hospitalarios, gente de mucha personalidad. Hablan con voz fuerte, se comunican sí a gritos; le dan sazón a la vida con ese humor semejante al de los habitantes de Sicilia y de Nápoles.

Los sicilianos y napolitanos son razas que se mezclaron hace miles de años. Se consideran una faccia, una raza, es decir, una misma cara, mismo rostro, misma raza: Italia y Grecia.

Toda Grecia es una sola, sus habitantes y sus personalidades. Cuna de héroes míticos e históricos, origen de la cultura occidental. No es posible hablar con un griego sin escuchar de su boca la misma cantaleta, “…nosotros los griegos les dimos todo lo esencial a la humanidad”, aseveran convencidos. Les dimos la abolición de la servitud, el teatro, la democracia, la filosofía, los Juegos Olímpicos, los debates públicos, los senados con participación del populis. También las ágoras y las acrópolis, sobre las colinas altas, centros religiosos, políticos y sociales.

Una guía turística nos comentaba acerca de la historia griega, decía en su acento peculiar, una voz firme:

“Nosotros los griegos les dimos vida a nuestros dioses. Hace más tres mil años los engendramos a la imagen y semejanza de la gente griega. Por ejemplo, Zeus, el inalcanzable, casi esculpido a la semejanza de Alexis Zorba o de Ari Onassis. Un poderoso ser omnipresente, omnipotente, juez de mortales. Era celoso, temperamental, irascible, libidinoso, irracional. El rey del Olimpo se adornaba de las virtudes y las imperfecciones del ser humano. Y qué decir de Apolo: amante de Palas Atenea, de las doncellas.Su debilidad por los varones intrépidos, y sus celos de las hembras bellas.”

“De Grecia nacieron las plazas como espacios dedicados a la práctica de la democracia, libertad de expresión. En sus colinas nacieron los templos, las acrópolis donde se veneraban a esos dioses que se alimentaban de sacrificios y gestos de adoración continua.

“Del Dionysius heredamos la predilección por el fruto de la vid. Las tragedias de la humanidad, representadas en los espacios públicos, el balance del bien y el mal. Representando el amor, el odio, la felicidad, el sufrimiento, la ira, los celos. La esencia, el combustible del fuego que habita en el alma humana”.

Atraídos por tantas maravillas, zarpamos una tarde de Sicilia con rumbo al Pireo, el antiquísimo puerto de acceso de Atenas.

Después de atravesar el estrecho de Messina, dejamos atrás el Mar de Taranto cruzando las 1200 millas náuticas que separana la península itálica de Atenas. Sobre la terraza del buque aspiramos la frescura de la brisa. Nos acompañaban las gaviotas. Mientras tomábamos un coctel, hacían su aparición las estrellas atraídas por la noche. A la distancia se veían como collares de diamantes las luces de otras embarcaciones.

Desde el cielo nos observaban los dioses del Olimpo, las constelaciones de nombres griegos nos alumbraban la travesía. Hacían acto de presencia Cassiopeia, Auriga, Leo, Hércules, Lyra y las Pléyades. El cielo estaba poblado de nombres asociados con los astros y con el destino.

Después de unos días en Atenas, de visitar el Partenón y el teatro Irodeon, nos dispusimos a viajar a la ciudad volcánica de Fira, puerto de acceso de las islas de Santorini, islas situadas alrededor de una gran caldera extinta.

Sus laderas adornadas de viviendas blancas con techos de tejas de color rojo, el mar Egeo que las rodea es de un azul profundo con tonos turquesa. Anclamos por la noche en el puerto de Skala.

Enla terraza del buque recibimos la mañana con un café, un servicio de frutas, queso de cabra, repostería de hojaldre bañado en miel, el baklava y el galakto boureko, pastel de dulce de leche.

Esa mañana no estábamos en el mismo estado de ánimo los tres, mi esposa, nuestra hija quinceañera y yo. Las damitas se habían preparado para un día de diversión en la cumbre de Thira. Soñaban en visitar boutiques y tiendas de antigüedades, tan celebradas en la zona. Yo estaba con un estado de ánimo meditativo y solitario. Andaba en busca de simplicidad. Fastidiado de la rutina sedentaria y sibarítica del crucero. Cansado de guardar las apariencias en las cenas de gala, quería sentirme en balance con la naturaleza, a solas.

Cuando nos fuimos del barco, después de cruzar el puente del transbordo, me rogaron que las acompañara, pero yo quería escalar la ladera, conquistar la isla por mi propio pie. Nos dijimos adiós en la estación a las 9:30; se instalaron en el carro del cable con sonrisas de amor. Las dejé solas para disfrutasen una a la otra, la madre y la hija.

Los caminos de la ladera son de empedrado y dan acceso a transeúntes y a grupos cargueros con sus asnos, que son típicos de este destino turístico.

Llevaba una sola tarjeta de crédito en la bolsa y un billete de 5 dólares, iba dispuesto a pasar el día como un monje descalzo, en estado de tranquilidad y silencio, valiéndome de mis piernas para el transporte.

No estaba solo, otros turistas, como yo, prefirieron hacer ejercicio y llegar a la cima escalando. Justo a unos diez minutos de ascenso, alcancé a un anciano que guiaba un burro cargado con costales de harina. Era de rostro adusto, nariz recta. Llevaba un sombrero de paja, pantalón y camisa de lino, huaraches de correas de cuero. Tenía curtidos los pies por el sol.

Se cruzó con un americano alto, hombre corpulento. El sonriente turista en pantalones shorts y lentes oscuros, le pregunto algo en inglés al viejo, en plan de conversación graciosa: “¿Cómo se está comportando el burro hoy amigo?”. El anciano lo miró con desprecio y le volteó la cara. Un minuto después se cruzó con dos compañeros, y le preguntaron: “¿Quéte dijo el americano?” A lo cual el viejo contestó con un ademán de indiferencia, e hizo una seña con su mano derecha como si estuviera agitando unos dados en su puño, los tres griegos soltaron una carcajada y exclamaron un estruendoso opa. Se rieron a carcajadas y el americano los volteó a ver tal vez pensando, 

“Están locos estos griegos”.

 Continúe el ascenso y caí en la cuenta que a medida que pasaba el rato, los escalones del empedrado estaban resbalosos y comenzaba a percibirse un olor desagradable. Era el excremento de los burros sobre el empedrado. Me enfoqué en la subida y olvidé el incidente. 

Empecé a sudar a medida que el sol calentaba la mañana. Pasé frente a estanquillos de repostería, tendejones de frutas y refrescos. Los tenderos colocaban un techo de lona sobre la estrecha banqueta. Se escuchaban las voces de las mujeres charlando entre sí y dándose los buenos días: “¡Kalimera!”

Iluminadas por el sol, las mujeres vestían de lino en tonos claros y llevaban su pelo recogido en pañoletas con estampados devivos colores; calzaban sandalias.

La ladera de Thira es una serie de terrazas escalonadas, angostas viviendas y estrechos callejones de paredes encaladas. Algunos perros caminaban por las calles y pequeñas puertas de madera daban entrada a porches floridos y patios arbolados. 

Mi respiración se hacía más profunda mientras escalaba; fue un momento hermoso cuando subí el último escalón y me encontré con una plaza semi circular. Vi al fondo un muro desde donde pude ver la caldera como un lago azul con una isla en el centro. Era una vista extraordinaria.

Me quedé hipnotizado un rato y comprobé que valió la pena escalar, por el hermoso espectáculo. Recorrí las plazas, las iglesias y otros sitios de atracción en Thira. Tomé un ligero almuerzo: ensalada de lechuga y aceitunas, Pita, pan sin levadura y Taramosalata, una pasta color rosa hecha de garbanzos y huevos de pescado molido. Una cerveza espumosa, fría.

Después del mediodía continué la caminata y disfruté la brisa del mar. A medida que mi sombra se trasladaba al oriente, tomé descanso bajo un limonero y me puse a pensar en la tradición tan antigua y rica de las etnias de Grecia. De vez en cuando alzaba la mirada en busca de mi familia, pero no las vi. Era imposible ignorar la belleza de las hembras griegas, iban calzadas con modernas sandalias y traían vestidos vaporosos similares a las togas de las esculturas milenarias. Eran damas de pelo oscuro y ondulado, formas femeninas acentuadas y firmes, nariz recta, los ojos negros, la frente erguida.

El Capitán había hecho indicado que los pasajeros debían estar a bordo a más tardar a las 5 de la tarde, de tal manera que inicié mi retorno al hemiciclo, para regresar.

Al llegar a la entrada del camino estaba ahí uno de los conductores de los burros; reconocí a uno de los que había visto en la mañana haciendo burla del turista americano.Pase junto a él en mi descenso y me detuvo a señas: “¿Burro?”.

Había notado un anuncio que decía:  Paseo en burro 7 dlls, de tal manera que le dije amablemente: “No gracias”.

El griego me tomo del brazo y me detuvo, con una arenga en su idioma, supuse que era algo así como: “Vamos, amigo, ¿a que vino aquí?”, debe disfrutar un paseo en burro. Repetí mi negativa y le mostré el billete de 5 dólares. El me respondió con señas en las dos manos, cinco dedos en una y dos en la otra. Le mostré la tarjeta de crédito y el billete de cinco y volteé las bolsas del pantalón al revés para mostrarle que estaban vacías.

Hizo una mueca de disgusto y con ademanes me reclamó que le estuviera regateando el precio del paseo. Volteó la cara un momento y luego se arrepintió. Me llamó: “¡Opa, amigo”.

Me extendió la mano y le di el billete. Lo tomó de prisa y me acerco el asno. Me dispuse a montarme y me empujó del zapato para alcanzar el asiento. Era una burda montura de madera cubierta de una esponja desgastada y un sudadero de tela raída, como un sarape viejo. Apenas me subí, el griego tomo su látigo y le dio un castigo en el trastero al animal, quien arrancó al instante en explosiva carrera.

El asno se lanzó por los caminos, que eran como hebras de un ovillo de estambre, en la ladera del volcán a izquierda y derecha. Bajando por una escalinata vertical, el burrero nos esperaba y le daba otro latigazo al animal gritándole: ¡opa!.Yo apretaba las rodillas y el animal desbocado descendía con sus cascos sobre el empedrado resbaloso por el excremento.

Vi pasar muy cerca de mi cabeza las ramas de los mesquites a los lados del camino. Repitió el hombre la maniobra y subió a otro nivel castigando más al animal para que siguiera encarrerado. Al mirar el acantilado al borde del camino, casi preferí cerrar los ojos. Solo entonces me di cuenta de la broma tan pesada que me estaba jugando este desgraciado griego. Yo no tenía control alguno, solamente sujetar la montura y apretar las piernas mientras rezaba un Padre Nuestro. Tuve apenas un instante para pensar que los burros son muy estables para subir y bajar montañas, pero los brincos que daba el asno me dejaban sin respiración.

Cien metros más abajo estaba un grupo de burros con sus respectivos pasajeros tomando un descanso. Sin saberlo yo, ahí estaban montadas mi esposa y mi hija, quienes se reían al ver cómo venía bajando la ladera un loco desconocido corriendo en un burro desbocado. Justo en eso mi hija le dijo a su madre:

—Es papá, mami, es mi papá.

Se quedaron con la boca abierta del asombro y el miedo. Las pasé de largo mientras el burro se resbalaba y se recuperaba y el monstruo con su látigo lo seguía azuzando. No pude saludarlas, no podía soltar las manos del cabezal porque aterrizaría de cabeza en las piedras.

Así fue que en cosa de cinco largos minutos, el asno descendió la distancia que me tomo a mi tres cuartos de hora subir.Se paró a la base de la ladera, junto a otra manada de asnos que estaban descargados, tomando un descanso.

El corazón se me salía por la boca del miedo y del alivio al ver que habíamos llegado al fin del trayecto. Me quedé inmóvil por un momento y suspiré muy hondo.Me bajé del burro con las piernas temblorosas. Estaba dispuesto a reclamarle al sujeto por su atrevimiento al arriesgar mi vida de una manera tan estúpida, pero él llegó a recoger su animal con una mueca sonriente de incredulidad, y me felicitó con el pulgar hacia arriba por haber montado el burro tan bien a gran velocidad. 

Se me vino a la mente las ideas de la mañana, cuando quise tener un día tranquilo, pacifico, meditativo y frugal, y cómo vino a terminar en una aventura mortal digna de un circo. Me alejé del burro y me acerquéal griego y le dije: —Thankyou —hizo una mueca de asombro y se rió diciendo: Opa.

Llegaron a reunirse conmigo mi hija y mi esposa, estaban furiosas.

—Por que no le dijiste nada a ese estúpido, mira nada más que atrevimiento —me quedé callado y les dije:

—Ya está, no pasa nada.

Mientras tanto yo pensaba: a quién se le ocurre venir de turista hasta el fin del mundo y salir a pasear con cinco dólares para todo el día. Aquí la gente vive del turismo. Que mezquino fui al no gastar algo de dinero para ayudar a la economía local. En cierta forma pude ver el punto de vista del burrero.

El Marco Polo ya estaba dando una llamada de atención para los pasajeros con el aullido de una sirena. El barco estaba reluciente, terrazas blancas, coraza azul marino. Mi camisa estaba empapada, me corría el sudor a chorros, pero la adrenalina me levantó el ánimo y me sentí orgulloso y a la vez afortunado de haber sido el ganador de la estampida en burro por cinco dólares. 

Después de una ducha y un cambio de ropa, los tres tomamos un coctel en la terraza. El sol se cubría con un chal color naranja, hicimos un brindis de despedida a la isla volcánica de Santorini.

 

Mayo, 1997

 

 

 

 



Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.





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