el libro de las cosas
perdidas
Hellas
Grecia
Por Giorgio
Germont
No es lo mismo Patras que Atenas o
Santorini, cada una de esas ciudades tiene sus peculiaridades.
Patras es la entrada oeste de Grecia. Un
tranquilo puerto de 250 mil habitantes.
Está situado en la península del
Peloponeso, una estrecha cintura de donde cuelgan los dedos geográficos de la
tierra griega. Se cuenta que los consejeros de Nerón le advertían que si
ordenaba las excavaciones del estrecho de Corinto se suscitaría una
inundación aniquiladora, las aguas ahogarían cientos de poblados al conectar
los dos mares, el Egeo y el Jónico.
Si embargo era evidente que aprovechar el
estrecho era la mejor manera de hacer comercio entre los dos mares, aunque
navegar al filo de las islas muy peligroso. Los litorales escabrosos y las
tormentas que azotan el Peloponeso fueron causa de incontables pérdidas.
Fueron cementerios marinos que cobraron vidas, navíos naufragados y cuantiosos,
cargamentos perdidos.
El dictador Periander, en el siglo
séptimo, construyó sobre tierra firme el Diolkos, (una especie de carretera
empedrada donde por un lado se trasladaban las naves vacías sobre carretones
de grandes ruedas, y por otra ruta paralela se transportaban las cargas del
barco en carretones de yuntas de bueyes), para unir los puertos del golfo de
Corinto y el golfo de Sarono. Los frutos de este comercio dieron auge al Peloponeso,
un fuelle económico y político para la región.
Existen aún restos arqueológicos de esa
vía de transporte comercial que fue tan exitosa hace tres mil años. El Diolkos
fue el inicio al actual canal de Corinto, que inició operaciones en 1893. Fue
dragado en una longitud de 6.5 kilómetros de largo y 21 metros de ancho para
unir el golfo de Corinto con el mar Egeo. Por esta vía transportan
incalculables cantidades de comercio a lo largo del año.
En Patras hay avenidas arboladas que descienden
de las laderas del monte Panachaikon rumbo al mar. La vista de la bahía está
dominada por dos Torres náuticas en su estrecha boca, unidas con una gran
cadena que sella el paso naval.
La costumbre es disfrutar un café expreso
frío, preparado con azúcar sobre hielo y servidoa las 9 de la mañana; después
un ligero almuerzo al mediodía. Es tradicional la siesta de las 3 a las 5 de
la tarde, especialmente en el tiempo de calor, de mayo a septiembre, donde el
termómetro registra hasta 34 grados de máxima. La gente se refugia del sol en
sus viviendas.
Por las noches vuelven a la vida los habitantes
en los restoranes sobre las banquetas de las avenidas para continuar la vida
social y familiar al aire libre. Es común ver que toman la cena los
comensales a las diez de la noche. Se disfrutan los platillos mediterráneos;
la Spana kopita, el Saganaki y los frutos del mar a la plancha, acompañados
de vino tinto.
En contraste, Atenas es muy ruidosa, como
toda gran metrópoli. Hay mucho tráfico y hordas de turistas abundan en los
sitios históricos. Los griegos son amigables y hospitalarios, gente de mucha
personalidad. Hablan con voz fuerte, se comunican sí a gritos; le dan sazón a
la vida con ese humor semejante al de los habitantes de Sicilia y de Nápoles.
Los sicilianos y napolitanos son razas que
se mezclaron hace miles de años. Se consideran una faccia, una raza, es decir, una misma cara, mismo rostro,
misma raza: Italia y Grecia.
Toda Grecia es una sola, sus habitantes y
sus personalidades. Cuna de héroes míticos e históricos, origen de la cultura
occidental. No es posible hablar con un griego sin escuchar de su boca la
misma cantaleta, “…nosotros los griegos les dimos todo lo esencial a la
humanidad”, aseveran convencidos. Les dimos la abolición de la servitud, el teatro,
la democracia, la filosofía, los Juegos Olímpicos, los debates públicos, los senados
con participación del populis. También las ágoras y las acrópolis, sobre
las colinas altas, centros religiosos, políticos y sociales.
Una guía turística nos comentaba acerca de
la historia griega, decía en su acento peculiar, una voz firme:
“Nosotros los griegos les dimos vida a
nuestros dioses. Hace más tres mil años los engendramos a la imagen y
semejanza de la gente griega. Por ejemplo, Zeus, el inalcanzable, casi esculpido
a la semejanza de Alexis Zorba o de Ari Onassis. Un poderoso ser omnipresente,
omnipotente, juez de mortales. Era celoso, temperamental, irascible,
libidinoso, irracional. El rey del Olimpo se adornaba de las virtudes y las
imperfecciones del ser humano. Y qué decir de Apolo: amante de Palas Atenea,
de las doncellas.Su debilidad por los varones intrépidos, y sus celos de las
hembras bellas.”
“De Grecia nacieron las plazas como
espacios dedicados a la práctica de la democracia, libertad de expresión. En
sus colinas nacieron los templos, las acrópolis donde se veneraban a esos
dioses que se alimentaban de sacrificios y gestos de adoración continua.
“Del Dionysius heredamos la predilección
por el fruto de la vid. Las tragedias de la humanidad, representadas en los
espacios públicos, el balance del bien y el mal. Representando el amor, el
odio, la felicidad, el sufrimiento, la ira, los celos. La esencia, el
combustible del fuego que habita en el alma humana”.
Atraídos por tantas maravillas, zarpamos
una tarde de Sicilia con rumbo al Pireo, el antiquísimo puerto de acceso de
Atenas.
Después de atravesar el estrecho de
Messina, dejamos atrás el Mar de Taranto cruzando las 1200 millas náuticas
que separana la península itálica de Atenas. Sobre la terraza del buque aspiramos
la frescura de la brisa. Nos acompañaban las gaviotas. Mientras tomábamos un coctel,
hacían su aparición las estrellas atraídas por la noche. A la distancia se
veían como collares de diamantes las luces de otras embarcaciones.
Desde el cielo nos observaban los dioses
del Olimpo, las constelaciones de nombres griegos nos alumbraban la
travesía. Hacían acto de presencia Cassiopeia, Auriga, Leo, Hércules, Lyra y las
Pléyades. El cielo estaba poblado de nombres asociados con los astros y con
el destino.
Después de unos días en Atenas, de
visitar el Partenón y el teatro Irodeon, nos dispusimos a viajar a la ciudad
volcánica de Fira, puerto de acceso de las islas de Santorini, islas situadas
alrededor de una gran caldera extinta.
Sus laderas adornadas de viviendas blancas
con techos de tejas de color rojo, el mar Egeo que las rodea es de un azul
profundo con tonos turquesa. Anclamos por la noche en el puerto de Skala.
Enla terraza del buque recibimos la mañana
con un café, un servicio de frutas, queso de cabra, repostería de hojaldre bañado
en miel, el baklava y el galakto boureko, pastel de dulce de
leche.
Esa mañana no estábamos en el mismo
estado de ánimo los tres, mi esposa, nuestra hija quinceañera y yo. Las
damitas se habían preparado para un día de diversión en la cumbre de Thira. Soñaban
en visitar boutiques y tiendas de antigüedades, tan celebradas en la zona. Yo
estaba con un estado de ánimo meditativo y solitario. Andaba en busca de
simplicidad. Fastidiado de la rutina sedentaria y sibarítica del crucero. Cansado
de guardar las apariencias en las cenas de gala, quería sentirme en balance
con la naturaleza, a solas.
Cuando nos fuimos del barco, después de
cruzar el puente del transbordo, me rogaron que las acompañara, pero yo
quería escalar la ladera, conquistar la isla por mi propio pie. Nos dijimos
adiós en la estación a las 9:30; se instalaron en el carro del cable con
sonrisas de amor. Las dejé solas para disfrutasen una a la otra, la madre y
la hija.
Los caminos de la ladera son de empedrado
y dan acceso a transeúntes y a grupos cargueros con sus asnos, que son
típicos de este destino turístico.
Llevaba una sola tarjeta de crédito en la
bolsa y un billete de 5 dólares, iba dispuesto a pasar el día como un monje
descalzo, en estado de tranquilidad y silencio, valiéndome de mis piernas para
el transporte.
No estaba solo, otros turistas, como yo, prefirieron
hacer ejercicio y llegar a la cima escalando. Justo a unos diez minutos
de ascenso, alcancé a un anciano que guiaba un burro cargado con costales de
harina. Era de rostro adusto, nariz recta. Llevaba un sombrero de paja,
pantalón y camisa de lino, huaraches de correas de cuero. Tenía curtidos los
pies por el sol.
Se cruzó con un americano alto, hombre
corpulento. El sonriente turista en pantalones shorts y lentes oscuros, le
pregunto algo en inglés al viejo, en plan de conversación graciosa: “¿Cómo se
está comportando el burro hoy amigo?”. El anciano lo miró con desprecio y le
volteó la cara. Un minuto después se cruzó con dos compañeros, y le
preguntaron: “¿Quéte dijo el americano?” A lo cual el viejo contestó con un
ademán de indiferencia, e hizo una seña con su mano derecha como si estuviera
agitando unos dados en su puño, los tres griegos soltaron una carcajada y
exclamaron un estruendoso opa. Se rieron a carcajadas y el americano
los volteó a ver tal vez pensando,
“Están locos estos griegos”.
Continúe el ascenso y caí en la
cuenta que a medida que pasaba el rato, los escalones del empedrado estaban
resbalosos y comenzaba a percibirse un olor desagradable. Era el excremento
de los burros sobre el empedrado. Me enfoqué en la subida y olvidé el
incidente.
Empecé a sudar a medida que el sol
calentaba la mañana. Pasé frente a estanquillos de repostería, tendejones de
frutas y refrescos. Los tenderos colocaban un techo de lona sobre la estrecha
banqueta. Se escuchaban las voces de las mujeres charlando entre sí y dándose
los buenos días: “¡Kalimera!”
Iluminadas por el sol, las mujeres
vestían de lino en tonos claros y llevaban su pelo recogido en pañoletas con
estampados devivos colores; calzaban sandalias.
La ladera de Thira es una serie de
terrazas escalonadas, angostas viviendas y estrechos callejones de paredes encaladas.
Algunos perros caminaban por las calles y pequeñas puertas de madera daban
entrada a porches floridos y patios arbolados.
Mi respiración se hacía más profunda
mientras escalaba; fue un momento hermoso cuando subí el último escalón y me
encontré con una plaza semi circular. Vi al fondo un muro desde donde pude
ver la caldera como un lago azul con una isla en el centro. Era una vista
extraordinaria.
Me quedé hipnotizado un rato y comprobé
que valió la pena escalar, por el hermoso espectáculo. Recorrí las plazas, las
iglesias y otros sitios de atracción en Thira. Tomé un ligero almuerzo: ensalada
de lechuga y aceitunas, Pita, pan sin levadura y Taramosalata,
una pasta color rosa hecha de garbanzos y huevos de pescado molido. Una
cerveza espumosa, fría.
Después del mediodía continué la caminata
y disfruté la brisa del mar. A medida que mi sombra se trasladaba al oriente,
tomé descanso bajo un limonero y me puse a pensar en la tradición tan antigua
y rica de las etnias de Grecia. De vez en cuando alzaba la mirada en busca de
mi familia, pero no las vi. Era imposible ignorar la belleza de las hembras
griegas, iban calzadas con modernas sandalias y traían vestidos vaporosos
similares a las togas de las esculturas milenarias. Eran damas de pelo oscuro
y ondulado, formas femeninas acentuadas y firmes, nariz recta, los ojos
negros, la frente erguida.
El Capitán había hecho indicado que los
pasajeros debían estar a bordo a más tardar a las 5 de la tarde, de tal
manera que inicié mi retorno al hemiciclo, para regresar.
Al llegar a la entrada del camino estaba
ahí uno de los conductores de los burros; reconocí a uno de los que había
visto en la mañana haciendo burla del turista americano.Pase junto a él en mi
descenso y me detuvo a señas: “¿Burro?”.
Había notado un anuncio que decía: Paseo
en burro 7 dlls, de tal manera que le dije amablemente: “No gracias”.
El griego me tomo del brazo y me detuvo,
con una arenga en su idioma, supuse que era algo así como: “Vamos, amigo, ¿a
que vino aquí?”, debe disfrutar un paseo en burro. Repetí mi negativa y le
mostré el billete de 5 dólares. El me respondió con señas en las dos manos,
cinco dedos en una y dos en la otra. Le mostré la tarjeta de crédito y el
billete de cinco y volteé las bolsas del pantalón al revés para mostrarle que
estaban vacías.
Hizo una mueca de disgusto y con ademanes
me reclamó que le estuviera regateando el precio del paseo. Volteó la cara un
momento y luego se arrepintió. Me llamó: “¡Opa, amigo”.
Me extendió la mano y le di el billete.
Lo tomó de prisa y me acerco el asno. Me dispuse a montarme y me empujó
del zapato para alcanzar el asiento. Era una burda montura de madera cubierta
de una esponja desgastada y un sudadero de tela raída, como un sarape viejo. Apenas
me subí, el griego tomo su látigo y le dio un castigo en el trastero al
animal, quien arrancó al instante en explosiva carrera.
El asno se lanzó por los caminos, que
eran como hebras de un ovillo de estambre, en la ladera del volcán a
izquierda y derecha. Bajando por una escalinata vertical, el burrero nos
esperaba y le daba otro latigazo al animal gritándole: ¡opa!.Yo
apretaba las rodillas y el animal desbocado descendía con sus cascos sobre el
empedrado resbaloso por el excremento.
Vi pasar muy cerca de mi cabeza las ramas
de los mesquites a los lados del camino. Repitió el hombre la maniobra y subió
a otro nivel castigando más al animal para que siguiera encarrerado. Al mirar
el acantilado al borde del camino, casi preferí cerrar los ojos. Solo
entonces me di cuenta de la broma tan pesada que me estaba jugando este
desgraciado griego. Yo no tenía control alguno, solamente sujetar la montura
y apretar las piernas mientras rezaba un Padre Nuestro. Tuve apenas un
instante para pensar que los burros son muy estables para subir y bajar montañas,
pero los brincos que daba el asno me dejaban sin respiración.
Cien metros más abajo estaba un grupo de
burros con sus respectivos pasajeros tomando un descanso. Sin saberlo yo, ahí
estaban montadas mi esposa y mi hija, quienes se reían al ver cómo venía
bajando la ladera un loco desconocido corriendo en un burro desbocado. Justo
en eso mi hija le dijo a su madre:
—Es papá, mami, es mi papá.
Se quedaron con la boca abierta del
asombro y el miedo. Las pasé de largo mientras el burro se resbalaba y se
recuperaba y el monstruo con su látigo lo seguía azuzando. No pude
saludarlas, no podía soltar las manos del cabezal porque aterrizaría de
cabeza en las piedras.
Así fue que en cosa de cinco largos
minutos, el asno descendió la distancia que me tomo a mi tres cuartos de hora
subir.Se paró a la base de la ladera, junto a otra manada de asnos que
estaban descargados, tomando un descanso.
El corazón se me salía por la boca del
miedo y del alivio al ver que habíamos llegado al fin del trayecto. Me quedé
inmóvil por un momento y suspiré muy hondo.Me bajé del burro con las piernas
temblorosas. Estaba dispuesto a reclamarle al sujeto por su atrevimiento al
arriesgar mi vida de una manera tan estúpida, pero él llegó a recoger su
animal con una mueca sonriente de incredulidad, y me felicitó con el pulgar
hacia arriba por haber montado el burro tan bien a gran velocidad.
Se me vino a la mente las ideas de la
mañana, cuando quise tener un día tranquilo, pacifico, meditativo y frugal, y
cómo vino a terminar en una aventura mortal digna de un circo. Me alejé del
burro y me acerquéal griego y le dije: —Thankyou —hizo una mueca de asombro y
se rió diciendo: Opa.
Llegaron a reunirse conmigo mi hija y mi esposa,
estaban furiosas.
—Por que no le dijiste nada a ese estúpido,
mira nada más que atrevimiento —me quedé callado y les dije:
—Ya está, no pasa nada.
Mientras tanto yo pensaba: a quién se le
ocurre venir de turista hasta el fin del mundo y salir a pasear con cinco
dólares para todo el día. Aquí la gente vive del turismo. Que mezquino fui al
no gastar algo de dinero para ayudar a la economía local. En cierta forma
pude ver el punto de vista del burrero.
El Marco Polo ya estaba dando una llamada
de atención para los pasajeros con el aullido de una sirena. El barco estaba
reluciente, terrazas blancas, coraza azul marino. Mi camisa estaba empapada, me
corría el sudor a chorros, pero la adrenalina me levantó el ánimo y me sentí
orgulloso y a la vez afortunado de haber sido el ganador de la estampida en
burro por cinco dólares.
Después de una ducha y un cambio de ropa,
los tres tomamos un coctel en la terraza. El sol se cubría con un chal color
naranja, hicimos un brindis de despedida a la isla volcánica de Santorini.
Mayo, 1997
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