sábado, 17 de octubre de 2020

José Alberto Díaz. Satanás


sab/jad

 

Satanás

 

Por José Alberto Díaz

 

Mi mamá me dijo una vez que el diablo era el ser más malo del mundo. La misma representación de la maldad. Su grotesca figura: una amalgama de animales, además de tener piel carmesí, cuernos y cola. Armado con un tridente, provocaba tormento en las víctimas que por sus pecados descendían al infierno, el abrasador lugar en donde este regía.

A veces, cuando me disponía a dormir, mi progenitora me daba la opción de escoger una de dos historias que ella habría de contarme para conciliar el sueño: de caballeros, o del diablo… la segunda e infame opción, ella la descartaba por sí sola, y es que, ¿cuál niño en su sano juicio querría escuchar un cuento del mismo demonio por las noches?

Pese a ello, en ocasiones yo seleccionaba la historia que supuestamente no debía elegir. Adoptando un serio talante –de los que reflejan decepción, reproche, o bien, preceden a un regaño– tras conocer la réplica, mi madre entonces me preguntaba:

¿Quieres oír el cuento del diablo?

respondía, muy seguro de mis decisiones… y muy seguro, además, de lograr contener los esfínteres durante el desarrollo de la historia.

Entonces mi madre, utilizando un tono de voz congruente con la expresión de su rostro, se explayaba en su relato:

En la misma ciudad donde vivimos, había un niño muy malo y desobediente de sus padres. Por eso, al morir, el diablo se lo llevó al inframundo. Ahí lo sometían para bañarlo con agua gélida, luego lo peinaban con un cepillo provisto de espinas, no de cerdas. Bebía, obligado por Satanás, un brebaje para lacerar su garganta, quemándola. Luego era forzado a presenciar un espectáculo del etéreo: en un lago de fuego, cientos de personas ardían sin poder salir del ignífero líquido. Aquellos que se resistían, agitando los brazos con desesperación, como el aleteo de un pajarillo recién enjaulado, eran embestidos por demonios, quienes se valían de látigos y tridentes para hacerlos desistir de su faena. El aterrado espectador le pedía al diablo piedad; pero este casi se finaba de risa, advirtiéndole que aquello era solo el principio.

A decir verdad, esa historia no me aterraba tanto como imaginarme la efigie del diablo. 

 

 *

 

Tiempo después, mientras cursaba la primaria, me di cuenta de que mi mamá se había equivocado respecto a la apariencia de Satanás. ¿Una amalgama de animales, piel carmesí, cuernos y cola?

No… falacias, invenciones para asustar niños. El diablo era alto y escuálido, parecía un esqueleto animado. Le gustaba molestar a los demás, odiaba a los más bajos que él. Lo cual equivalía a detestar a casi todo el mundo. Le gustaba hacer travesuras, y a menudo, ante situaciones para él desagradables, abría la boca, haciendo una mueca de rostro desencajado, que yo no sabía distinguir si era cólera o escarnio, acaso un poco de ambos, entreverándose para forjar un genuino sentimiento de odio sardónico.

Satanás se ensañaba con todo el salón de clases, sobre todo conmigo. Siempre fui un enano, como enanos eran los compañeros con los que solía juntarme, de ahí que a mi grupo nos bautizaran con el apodo de La Comarca. Éramos los Hobbits. Yo había sido identificado como el líder, porque me llamaban Frodo Bolsón. Conocía bien la saga de El Señor de los Anillos, con gusto me había sumergido en su lectura.

Satanás, para La Comarca, era el mismísimo Sauron, el innombrable, el artífice del anillo único. A veces –cuando sus padres no le daban dinero, supongo–, exigía un tributo a La Comarca, agitando sus puños frente a nuestras narices como amenaza por si no cooperábamos. Como nadie tenía en los bolsillos el anillo capaz de volver invisible a quien lo poseyera, entonces el diablo nos arrebataba las escasas monedas que apenas nos servían para comprar un jugo y comida chatarra durante el breve receso intermedio de la jornada escolar.

A pesar de sufrir sus abusos, nunca me quejé. Podrían tacharme de vago, de distraído, pero jamás de delator. No tenía ninguna intención de reportar la actitud de nuestro adversario ante los maestros.

 

*

 

Siendo franco, Satanás me daba un poco de lástima. Se rumoraba en el salón de clases que su madre tenía una enfermedad terminal y pronto moriría. El chisme terminó siendo verdad. En el transcurso de nuestro último año de primaria, ella falleció.

Dicen que la muerte salió a su encuentro cuando estaba dormida. Y desde entonces, el sombrío rostro del demonio se volvió más adusto, aunque a veces parecía taciturno. Mientras vivía su periodo luctuoso, el cual duró varias semanas, nunca quiso salir del salón cuando llegaba la hora del receso intermedio –tal gesto había significado un bienestar en las finanzas de La Comarca–. Permanecía sentado, apoyando los codos en la paleta de su butaca y hundiendo la cara en sus brazos. Tras contemplarlo en silencio, me daban ganas de acercarme y darle palmadas en el hombro, se me quitaban cuando se aparecía en mi memoria su larguísima mole, atormentándome. Entonces me alejaba, maquinando sin decirle a nadie un plan para destruir al innombrable.

 

*

 

Sexto grado de primaria discurrió muy rápido, así como la tiranía de Satanás, que se vio mitigada por el deceso de su progenitora.

Algunos integrantes de La Comarca partieron hacia nuevos horizontes; otros se inscribieron en la misma escuela secundaria que yo. Quiso el destino que el gran adversario, el sirviente de Melkor, no se cruzara por nuestro camino durante aquella etapa. A decir verdad, me lo topé en ciertas ocasiones, no frente a frente, sino en la lejanía.

Lo miraba pasar en los sitios más concurridos de la ciudad, sobresaliendo entre la muchedumbre. Yo evitaba a toda costa que me viera, escondiéndome, deseando ser invisible. Por fortuna nunca se percató de mi presencia, o quizá se había hastiado de molestarme y simplemente me ignoraba, acaso burlándose de mi cobardía innata.

Si la primaria había sido el infierno para Satanás, para mí lo fue la secundaria. Y no refiero a haber sufrido acoso por mi estatura, sino que por primera vez probé el acíbar de una muerte en familia: mi padre.

Había sido un comandante de policía honesto y responsable. A él le debo mi amor por la lectura. Su afición: la historia del Imperio Romano y el universo de la Tierra Media. Tal era su afinidad por El Señor de los Anillos, que mandó grabar en un objeto por nosotros conocidocomo “el Anillo Único”, en la misma lengua negra concebida por John Tolkien, dos versos de una estrofa muy popular en la tradición élfica: “Un Anillo para gobernarlos a todos, un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas”.

Lo asesinaron unos malditos narcotraficantes, quienes pusieron junto a su cuerpo, y al de otros compañeros abatidos, una manta con este mensaje: para los que no quisieron colaborar.

Tal suceso provocóme aislar a de mis amigos, perdiéndome dentro del abarrotado salón de clases. A veces adoptaba el mismo comportamiento de Satanás tras la muerte de su madre: no salía del aula cuando el timbre anunciaba la hora del breve receso, sino que permanecía sentado, apoyando los codos en la paleta de mi butaca mientras hundía el rostro en mi brazos, ensimismado en violentas elucubraciones. Y como seguía siendo un enano, en la escuela me consideraban un Hobbit fúnebre, el cual se negaba a salir de su fase de duelo. Dolor, dolor, dolor.

 

*

 

Al concluir el tercer grado de secundaria, La Comarca se reunió para hacer un viaje a la playa durante el periodo vacacional. Aunque estaba renuente al principio, en última instancia me convencieron mis amigos de salir. Y así, todos los integrantes de La Comarca visitamos el mar; algunos habían crecido lo suficiente como para dejar de ser Hobbits, pero seguían siendo parte fundamental de la Comunidad del Anillo.

El puerto en donde vacacionamos era distinto a como me había imaginado Los Puertos Grises. Nuestras vacaciones fueron muy buenas, jamás nos separamos y nuestra amistad, tantas veces ratificada, se fortaleció. Platicábamos de los asuntos más triviales, pasando por los más serios. Aunque apenas íbamos a la preparatoria, algunos ya comentaban acerca de la carrera que habrían de ejercer.

Y como la felicidad no es un estado de ánimo permanente, esta se acabó muy pronto, junto con las vacaciones. La realidad me hizo ver lo efímero que resulta el júbilo. Me había hecho ilusiones sobre algunas cosas, antes de cursar el bachillerato: mi crecimiento; los nuevos compañeros de mi grupo de clases; las mujeres que iba a conocer.

Cuál sería mi desdicha al darme cuenta que seguía siendo un vil enano, acaso el más bajo de mi salón; que mi popularidad con las chicas andaba por los suelos, como el nivel de mi estatura; que los compañeros de mi grupo no resultaron precisamente nuevos, sino viejos conocidos, entre ellos… el diablo.

Qué amarga y decepcionante la ocasión cuando nuestras miradas volvieron a cruzarse después de tres largos años. En su rostro se trazó aquella mueca conocida por mí tan bien, desencajándolo. ¿Ira o ludibrio? ¿Ambos? En efecto, un poco de los dos, fusionándose para generar un genuino sentimiento de odio sardónico.

Pero el diablo no era el mismo patán de antes, quizá el deceso de su madre lo había marcado para siempre, haciéndolo madurar. Sí, a veces me molestaba, así como a los demás, aunque no con aquella terrible saña que le conocía.

 

*

 

Las cosas no iban tan mal, hasta un día, cuando quiso el funesto destino que mi madre y su padre se conocieran. Ambos empezaron a salir y pronto forjaron una relación. Yo había sido ingenuo, creyendo que Satanás establecería una alianza conmigo cuando este supiera que nuestros padres eran una pareja. Sauron y Frodo estrechándose la mano para sellar un pacto de paz.

Así hubiera sido, creo, pero la hipotética alianza se fue al caño al enterarme de que su papá, enamorándose de mi progenitora, había retirado las fotografías de su difunta esposa de las paredes de su hogar. Tal acontecimiento no hizo más que acrecentar el rencor del demonio hacia mí. Nos habíamos vuelto veneno y antídoto, perro y gato, luna y sol, agua con fuego.

La animosidad de Lucifer, corregida y aumentada, vino a hacer estragos en mi estado de ánimo. Todos los días, dentro o fuera de clases, me arruinaba la vida. A veces los profesores notaban lo que sucedía y al diablo le llamaban la atención, apáticos, carentes de energía, sin darle mucha importancia a sus actos. En varias ocasiones consideré rebelarme y golpearlo, aunque aquel impulso, muy a mi pesar, sería el equivalente de cavar mi tumba. Yo sabía defenderme, durante mi etapa más obscura me vi envuelto en peleas. Si Satanás se había sublevado ante Dios en el cielo, o bien, Melkor ante Ilúvatar cuando este componía la canción que daba forma a Eä, entonces, ¿por qué yo no habría de oponerme a la dictadura de mi acérrimo enemigo?

Cuando salíamos de la escuela y las horas se tornaban ociosas, a menudo recorría yo una senda hasta llegar a un terreno baldío de mi abuelo, ubicado en las afueras de la ciudad. Aún se encontraban en precaria construcción los únicos asentamientos desperdigados en aquella periferia. Por ende, estaba solo. Un día se me ocurrió equiparme con el anillo único, y jugué con él. Me encantó hacerlo, aunque después me dio miedo. Comprendí de inmediato que tal objeto no era un juguete. Juré dejarlo en paz, en el baúl de los recuerdos de mi padre. Mi juramento estuvo a prueba un día por mí maldecido, aquel cuando me enfrenté por primera ocasión al gran adversario, Satanás.

Tomábamos al aire libre una clase pecuaria, cerca de los corrales bovinos. Belcebú, tan fiel a sus usos y costumbres –debería decir, abusos y costumbres–, comenzó a perturbarme, pero no me dejé, pues había decidido derrocar su tiranía de una buena vez. Le aticé algunos golpes en el vientre, arrancándole exclamaciones y leves quejidos, transmutando esos golpes su feo y enjuto rostro en esa mueca tan conocida: la del odio sardónico.

Me sometió con facilidad, reteniéndome en la tierra humedecida, olorosa. Tendido boca arriba, logré desembarazarme de los brazos de mi enemigo, me incorporé y le di una patada tan fuerte en los huevos que le hizo doblarse. Desfilaron por su cara diversos colores hasta que el rojo se le apareció en la piel.

Aproveché su dolor y le di puñetazos en la boca, en la nariz, los ojos. Cuando acariciaba la honra, la victoria, la integridad, mi enemigo me dio semejante revés y por un momento imaginé que me había fracturado la nariz.

Me empujó hasta dar con el pequeño cercado que delimitaba el establo de las vacas, luego me levantó por encima de la barrera, arrojándome directo al suelo entreverado con lodo, estiércol, fibras de pastura. Quedé hecho un ovillo entre la suciedad, escuchando la risa de la mayoría de mis compañeros.

 

*

 

La escaramuza provocó la suspensión de ambos de la escuela por un periodo de tres días. Antes de salir, mi enemigo me advirtió:

Escúchame, estúpido Hobbit. Cuando regresemos a clases, te voy a romper el hocico. Ni vas a poder levantarte de la chinga que te espera. ¡Me vale madre si me expulsan!

Mientras avanzaba con andar pesaroso rumbo a mi hogar, cabizbajo y recién suspendido, comprendí que esas vacaciones obligatorias no bastarían para apaciguar los ánimos de Lucifer, ni los míos, pues el escarnio de nuestra pelea aún resonaba en mi cabeza.

Como no podía permitir que el gran adversario siguiera molestándome, una idea se aferró a mis pensamientos: usar “el Anillo Único” en su contra. A Boromir se le había ocurrido hacer lo mismo con Sauron, lástima que su muerte le impidió llevar a cabo su plan.

Sí, el Anillo Único podría liberarme de mi enemigo. Era impensable aguardar el juicio del fin de los tiempos para que a Satanás le impusieran su punición, un tormento por los siglos de los siglos. Entonces tomé la firme decisión.

 

*

 

Tras volver a la escuela, platicamos con brevedad Lucifer y yo. Le dije que con gusto habría de pelearme con él, a solas en nuestro salón de clases, una vez terminara la última materia del día. Satanás esbozó una sonrisa, reflejo del disfrute de una victoria prematura, la sonrisa de aquellos a quienes el destino favorece.

Y de pronto sonó el timbre, anunciando el final de la clase. Satanás y yo en nuestras butacas, cada quien perdiendo el tiempo a su manera mientras el aula se iba vaciando. En un santiamén nos quedamos solos. El gran adversario se incorporó de su butaca, lentamente, mostrando su altura: ese esqueleto animado parecía haber crecido más aún durante los tres días que no nos vimos.

Puso su mueca de siempre, odio, mofa, encono, irrisión, sentimientos entrelazados. Cuando él reducía la distancia entre nosotros, saqué el objeto que habría de salvarme de su opresión: el revólver calibre cuarenta y cinco que conocía con el mote de “el Anillo Único”.

Un Anillo para gobernarlos a todos.

¡Bang!

Un Anillo para encontrarlos.

¡Bang!

Un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.

¡Bang!

El tercer disparo derribó a Sauron, Satanás, mi rival, devolviéndolo justo al sitio de donde se había levantado. La vida se le escapaba a través de los orificios dejados por las municiones. Apenas se quejaba, deteniendo en vano el líquido rojo fluyendo a chorros. Su rostro demacrado mudó del asombro al dolor. Tras apretar las mandíbulas, de nuevo puso su mueca inefable. No era Sauron, era el mismísimo Melkor, el origen del mal.

Aunque los valar le rebanaron sus pies, sometiéndolo en cadenas para desterrarlo de Arda al vacío temporal, más allá de las Puertas de la Noche, la maldad con la que mi enemigo había inundado el mundo aún continuaba operando en todas las épocas y en toda la creación. En mis manos estaba el poder de erradicar su pútrida raíz para siempre. Ilúvatar lo aprobaría. 

Le di el tiro de gracia a mi rival entre los ojos, deshaciendo aquel gesto tan repudiado.

No sé qué demonios sucedió después del asesinato. Tuve una elipsis de la memoria, algo identificado por los psiquiatras como amnesia disociativa. No recuerdo nada hasta aparecer confinado en una celda, solo; pero no debía ser un genio para hilar los acontecimientos que ahí me habían acarreado.

 

*

 

Han pasado los años y sigo sin compañía, en el calabozo que ahora lo considero mi aposento. A veces me dejan salir junto a los demás, mezclándome entre ladrones, asesinos, violadores. Y algunos inocentes. Muchos me temen, me respetan, quizá porque saben que asesiné al mismísimo diablo, aquel ser cuya grotesca figura de seguro los asustaba cuando eran pequeños.

Estoy bien, me han obsequiado lo poco que pedí: libros para entretenerme, plumas y cuadernos para plasmar mis sentimientos, las narraciones que –acaso–nunca salgan a la luz.

Mis días no resultan aciagos, aunque últimamente he tenido un sueño. Se ha repetido tanto, que ya no distingo si es realidad o una simple quimera, pues el prolongado encierro deteriora la mente.

¿De qué se trata?

Estoy en mi celda, sentado en el viejo camastro, contemplando la noche derramarse a través de la ventana con barrotes. Satanás aparece, asomándose desde el exterior. Lo observo y no me da miedo, al contrario. Me siento bien amparado en la cárcel.Lo insulto una y otra vez, luego le digo que ya no podrá lastimarme; pero el diablo se rebela con palabras hirientes. Asegura haberme arrebatado a la familia que nunca tuve; que tiene un trabajo con un salario envidiable; conduce un auto de reciente modelo; es respetado y querido por sus semejantes. Después de escucharle, abre la boca, esbozando su extraña y típica mueca, un tanto similar a un rostro desencajado. ¿Refleja cólera o escarnio? Al día de hoy, he descifrado la respuesta: se está burlando. Aun en la muerte, la victoria fue suya.

 

 

 

 

 

José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

No hay comentarios:

Publicar un comentario