viernes, 23 de octubre de 2020

Luis Fernando Rangel. El sol como una naranja

v/ lfr

 

El sol como una naranja

 


Por Luis Fernando Rangel

 


a mi abuelo, Dolores Rangel

 


Mi abuelo me contó que una tarde mientras paseaba por la sierra se encontró con un león. La historia parecía increíble, pero él aseguraba que era cierta. Lo vio caminar a lo lejos y él solo se hizo pequeñito para que no lo viera. Regresó al pueblo y les contó a todos, pero nadie le creyó. Luego se fue a la cantina a tomarse un trago para el susto.

A mi abuelo no le gustaba el cine, pero a mi papá sí. En una de sus películas favoritas, un hombre entra a una cantina alegando que se enfrentó a unos bandidos: le dispararon y escuchó el ruido de la bala dos veces; primero cuando la bala lo alcanzó y luego cuando él alcanzó a la bala. Luego cuenta cómo en la arboleda grande le disparó a un dinosaurio. Cómo con una varita se enfrentó a un oso. Y dice que durante la batalla le arrojó estiércol en los ojos y a la pregunta de uno de los borrachos de la cantina —que de dónde lo sacó—, el hombre responde que estando cara a cara con el oso hasta le va a sobrar. Y finalmente cuenta cómo con una sola bala hirió a un venado en la oreja y en la pata porque lo agarró rascándose. Papá se reía mucho.

Una vez me contó que aquel actor vivió en el pueblo donde él nació. El actor era de Los Herrera, Nuevo León, pero siempre se hizo pasar por chihuahuense: era mentiroso y dicharachero, le gustaban las cantinas y no pagar las cuentas; fama que el cine de la época de oro acuñó sobre los oriundos de Chihuahua. Pero pese a todo, era un buen tipo.

Mi abuelo también siempre me contaba historias. Estudió seis años de primaria que sabiamente dividió en tres años en primer grado y tres años en segundo grado. Le gustaba escaparse de la escuela para ir a pasear al monte y rezar para no encontrarse con venados, leones, osos o hasta dinosaurios. También le gustaba escuchar música en un radio viejo que su padre le regaló. Él mismo la reparó. Tomó un curso de electrónica por correspondencia y aprendió a encender focos en medio de la noche cuando en el pueblo se iba la luz.

Sin embargo, una tarde algo en su alma se apagó.

Pocas veces escuché la radio. Mi padre la encendía en los viajes largos y sintonizaba una estación de música del siglo pasado. Mientras, yo dormía. De igual modo, algunas canciones las recuerdo: en particular un que cuenta una aventura épica. Un hombre, armando solamente con una naranja y una liga, se interna en la sierra de Chihuahua y se encuentra con un león. Lo ataca a cascarazos y lo deja ciego. Luego reafirma su historia invitando a los oyentes a acudir al pueblo para que conozcan al león que pide limosna: un pobre león ciego.

Mi abuelo no estaba ciego, pero el sol le fue mermando la vista.

Papá cantaba.

En eso yo estaba cuando tras de mí un león me acechaba, pelé la naranja y con cascarazo liga preparé, el león me saltó y en ojo por ojo yo le disparé: con liga-ligazo el león ahí quedó.

En el pueblo mi abuelo se hizo amigo de un hombre al que apodaban el león. Por desgracia, era ciego y pedía limosna en la plaza pública. Así se completó la dupla perfecta para la burla.

—¿A este león fue al que vio en la sierra? —le preguntaban a mi abuelo.

Nunca respondió. Y cuando abandonó el pueblo, dejó todo menos la memoria. Esa la cargó a la espalda e hizo que sus pasos fueran más lentos. Por eso con el pasar del tiempo nos contaba tantas historias. Para ir aligerando el andar.

La tarde en que mi abuelo se fue del pueblo, hacía calor. Ese mismo día encendió un cigarro y lo fumó hasta morir de un paro respiratorio. Después de eso se condenó a vivir en el desierto y a respirar el polvo que levantaba el viento. Desde su casa, en medio de la nada, vio el cielo y quién sabe qué otras cosas. Después dejó de contar historias. La última fue la de la noche que tuvo que dormir en el tejado porque un animal muy grande merodeaba la casa. Recordó la película de Eulalio González. Esa noche mi abuelo se enfrentó contra un dinosaurio. Así como Piporro.

Ya viejo, mi abuelo se limitaba a sentarse a la mesa y quitarle la cáscara a las naranjas para luego comerlas despacio. En la radio casi siempre sonaba la estática. A veces, una canción. Corridos de caballos. Corridos de bandoleros. Corridos de aventuras imposibles.

A mi abuelo el sol le había curtido la piel y se le descarapelaba con los estragos del vitiligo. El sol le pegaba de lleno en los ojos. Recordaba al león que vio aquella tarde en la sierra. Él no llevaba una naranja como el aventurero de la canción. Pero cuando lo encontramos muerto, en la mesa reposaba una: hinchada, amarilla, luminosa. Mi abuelo no alcanzó a comerla.

 

 

 

 

Luis Fernando Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Hotel Sputnik (Tintanueva, 2016), Poemas para un lugar común (ICM Chihuahua, 2018), Los líricamente desmadrados (Ediciones O, 2020) y Dibujar el fin del mundo (UACH, 2019). Coordinó la antología de poemas No haremos obra perdurable (Sangre ediciones, 2019). Ha publicado en revistas y suplementos culturales: Tierra Adentro, Visita al patio, Punto en línea, Punto de Partida, Himen, Pliego16, Estilo Mápula, Hybris, Morbífica, Tragaluz, Sophía, entre otras. Actualmente es jefe de Unidad Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, director editorial de Sangre edciones, editor de las revistas Metamorfosis y Fósforo, así como conductor del programa radiofónico El pensador.

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