Las coronas de la tía Mela
Por Rosario Martínez
Los atardeceres empezaban a refrescar en la ranchería colindante con la capital de ese estado norteño de México. La visita a la casa, que se convertía en centro de reunión los meses anteriores al Día de muertos, iniciaba a las cinco de la tarde. Sobre la mesa cubierta con un mantel de hule se disponían tijeras, papel crepé de colores y el alambre en rollo. Empezaba la hechura de las coronas, actividad que la tía Mela comandaba en la familia.
Las convidadas llegaban con buen humor y novedades que comentar. La casa tenía un jardincito con varias matas de flores de cempaxúchitl que obligaban a detener la mirada en su color amarillo y a respirar el aroma que despedían. Era un olor que asociarían para siempre con el Día de muertos y con la tía Mela. Su esbelta silueta vestida con falda oscura hasta el tobillo y blusa blanca de encaje le daban un aspecto elegante. Peinaba su cabellera veteada de canas en una trenza que acomodaba en un molote. Como único adorno lucía unas arracadas. La tía Mela nunca se había casado. Había criado a una sobrina como hija propia. La joven se había marchado lejos después de casarse. Sin embargo, la tía Mela casi nunca estaba sola: a menudo recibía la visita de familiares y amistades.
Acomodadas en las sillas, las mujeres daban inicio a su labor. Mientras trabajaban, conversaban sobre la familia, quehaceres cotidianos, idas al mercado que quedaba un poco lejos y al que llegaban caminando por las calles de terracería que las conducían hasta el lugar situado a un costado de la parroquia que se levantaba con sus altas torres a la orilla de la carretera.
Las mujeres rizaban el papel manejando las hojas de las tijeras con manos hábiles. Las confeccionaban de varios colores: rojo encendido, descoloridas rosas, blancas y azules. Poco a poco la casa se llenaba de coronas florales colgadas de clavos puestos en las paredes encaladas. Este proceso artesanal era una ocasión única que daba a la familia la oportunidad de acercarse, reconocerse y recordar a los difuntos. A veces un ambiente de melancolía impregnaba las sesiones por el recuerdo de alguno de los parientes cercanos.
El dos de noviembre llegabancon las coronas y las flores de cempaxúchitl a la entrada del panteón municipal. Las mujeres acudían a la cita para arreglar las tumbas de sus familiares. Acarreaban cubetas con agua, recorrían los pasillos flanqueados por siempreverdes, esquivando grupos de gente ruidosa.
Las tumbas eran variadas: algunas tenían lápidas sencillas; otras ostentaban pequeñas capillas con ángeles y santos; había también las que solo eran montones de tierra con cruces de madera podrida por el sol y la lluvia, en las que el nombre y la fecha de defunción resultaba casi ilegible. Estas eran a las que la tía Mela y su comitiva se dirigían.
Con entusiasmo se dedicaban a regar los montones de tierra desparramados. Luego arrancaban la maleza que las rodeaba y barrían con la intención de juntar la tierra para darle nuevamente un relieve pronunciado.
Un agradable olor a tierra mojada invadía el ambiente y reconfortaba a las mujeres que trabajaban afanosas bajo el sol de noviembre. Armadas con brochas y pintura daban un baño de color a la cruz y retocaban el nombre del difunto. Por último, el detalle más importante: ensartaban coronas en las cruces; sonreían contentas y orgullosas admirando su creación. Cerca de las tres de la tarde se sentaban sobre las tumbas y se disponían a comer.
Abandonaban el panteón tarde. Al salir veían los puestos de comida. También estaban las camionetas que cargaban cobijas de lana. El vendedor repetía incansable el pregón, anunciando su mercancía. Tratando de vender las últimas flores, los floristas las ofrecían con insistencia a los rezagados que llegaban tarde al camposanto.
Casi de noche, la tía Mela regresaba a su casa. Al entrar veía con nostalgia su jardín sin flores. Después de lavarse las manos, iba en busca de una carpetita blanca que ponía sobre una mesita instalada en una esquina de la sala, de arriba del ropero bajaba un álbum con una única foto. Con cuidado tomaba el retrato en sepia de un hombre joven con ojos grandes y oscuros; la recargaba contra la pared y finalmente colocaba dos velas largas y esbeltas, una a cada lado de la imagen. Buscaba en el fondo de su red una espléndida rosa roja que comprara esa tarde en las afueras del panteón, le daba un beso fervoroso y la colocaba frente a la imagen del hombre. Cerraba las cortinas y se disponía a orar mientras las lágrimas bañaban su rostro doliente, iluminado por la luz de las velas.
Rosario Martínez es maestra, estudió lengua y literatura en la Normal Superior José E. Medrano y maestría en educación en Mundo Nuevo de Parral. Escribe cuento y novela desde 2005. Ganó El Premio Nacional de Cuento de los Juegos Florales 2020 de Lagos de Moreno, Jalisco; finalista en el Concurso Relatos en femenino de Buük, Editorial, España 2020; ganadora en La Primera Antología de Escritoras Mexicanas, CDMX, 2018. Obra publicada: Pasos en el viento, Aldea Global 2020 y El aniversario y otros cuentos, Tinta Nueva Ediciones, CDMX, 2014. Tiene obra publicada desde el 2005 a la fecha en quince antologías dentro y fuera del país: España, EE.UU., Argentina y Perú. Escribe en Revista Latina NC de North Carolina, EE.UU. con su sección Letras de Rosario.
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