sab/jad
El fanático. El ateo. El agnóstico
Por José Alberto Díaz
Probablemente conozcas al escritor norteamericano de cómics, Jerry Siegel. De niño, también yo ignoraba quién era, salvo su más importante creación, y al hablar de esta, me refiero a Superman. Muchos niños anhelan ser como el último hombre de Kriptón, si no en el aspecto heroico, al menos en tener sus poderes.
Mientras cursaba el jardín de niños, yo no era excepción. Pese a mis nulos conocimientos de lectura, coleccionaba sus historietas, inventando los diálogos página por página, mientras veía con fruición las diversas ilustraciones de las vicisitudes del superhéroe. Incluso tenía un muñeco articulado de mi ídolo con su capa de tela; un video en VHS, con tres episodios animados de corta duración creados en la década de los cuarentas; un molde de acero inoxidable desde la cintura hasta su rostro, usado por mi madre para hacerme pasteles.
En ocasiones salía de la casa para mirar las alturas, deseoso de ver a Superman surcando los aires con su vuelo, una fugaz mancha azul y roja sobre la bóveda celeste. Nunca logré distinguir nada, y como parecía un idiota parado ahí en la banqueta, observando el cielo sin parpadear, una vez mi padre se acercó para preguntarme qué hacía.
―Estoy esperando a que pase Superman, allá, allá arriba ―respondí, señalando las nubes.
Mi papá emitió una sonora carcajada
―Hijo, Superman no existe ―aseveró, mientras me estrujaba el cabello―. Es un personaje de ficción, inventado por un gringo.
―¡Pero yo lo vi con mis propios ojos en una película! ―exclamé, renegando de mi progenitor por atreverse a cuestionar la existencia de mi ídolo.
―El que viste en esa película es un actor, se llama Christopher Reeve. Es un hombre común y corriente, como tú y yo. Le pagan por interpretar personajes y le dieron el papel de Superman, pero eso no significa que en realidad lo sea.
―¡Superman sí existe! −Me aferré, rechazando cada una de sus palabras.
Mi padre volvió a reír, estrujándome de nuevo, cariñosamente, la enmarañada cabellera.
Pasaron semanas desde la trágica revelación y mi fe en el héroe de azul y rojo no había sido quebrantada. Una fecha conmemorativa de mayo –recuerdo bien el día, por la ausencia de clases en el jardín de niños– se me ocurrió hacer algo inusual.
Estaba sentado en la vieja y cómoda sala de mi hogar, hojeando una historieta enseguida de mi padre, cuando este se levantó a atender un persistente llamado a la puerta. Dejé el cómic y me puse de pie sobre el asiento del sofá. Frente a mí había otro mueble de idéntico tamaño; entre los dos sillones, una pequeña mesa de cerámica en la que rara vez colocaban objetos.
Quien había tocado la puerta era un vendedor de mesas que, según él, eran muy resistentes y las ofrecía a buen precio.
―Ahorita no ―fue la seca respuesta de mi progenitor.
Supuse que, durante la etapa de su niñez, el hombre de acero había ignorado la magnitud de sus poderes. ¿Cómo supo que podía desplazarse por el cielo, con más libertad e incluso mejor que un halcón? Kal-El tuvo que arrojarse sin pensarlo, para conocer sus propios límites.
Y estando de pie sobre el asiento del mueble, decidí volar. Impulsé el cuerpo como mi ídolo, de manera horizontal, estirando brazos y piernas. Exclamé con fuerza su apodo mientras me lanzaba con valentía de un sillón a otro. Recuerdo cada detalle. El tiempo no se había detenido, solo avanzaba ralentizado, mucho más despacio de lo habitual. Y si me hubiesen dado la opción de enmarcar en un lienzo la historia de mi vida, habría elegido capturar ese momento: yo suspendido en el aire, estirando brazos y piernas, con mi rostro feliz, un tanto estúpido, por encima de la mesa de cerámica, entre los dos viejos sillones.
―Están muy bonitas las mesas ―insistió el vendedor.
Me sentía fuerte, intocable, imparable...
―Son una ganga, no se arrepentirá.
…Henchido de felicidad...
―Bueno, ya será para otra ocasión.
…¡CRASH!
Mi vuelo no dio para más y aterricé en la mesita de cerámica, destrozándola con mi cuerpo. Pedazos de gris, blanco y negro, yacían esparcidos a mi alrededor. Me puse a llorar desconsoladamente en el suelo, consiguiendo que mi madre, tras interrumpir sus quehaceres, acudiera con presteza a revisarme.
Mi padre, detenido ante el umbral de la puerta, movió la cabeza de izquierda a derecha en repetidas ocasiones después de voltear a verme. Yo estaba derrotado, afligido… lloraba por la impotencia, no por el dolor. Impotencia de aceptar el hecho de que yo no era Superman, ni habría de serlo en la más incoherente realidad alterna del universo.
La fe movía montañas, pero era incapaz de otorgarle a uno la virtud de volar. Todo era una vil mentira, yo había sido engañado.
En ese fatídico momento, mi fe en el hombre de acero estaba justo como la mesa: desecha, en añicos. No me quería levantar del maldito suelo, porque de hacerlo tendría que aceptar a mi ídolo como un simple personaje de ficción, concebido por un gringo de ascendencia judía. Con la mente fragmentada, me había llegado la hora de madurar… y yo tan joven.
Tras proferir un juramento, mi padre se dio una palmada en la frente y luego se talló el rostro de arriba hacia abajo con lentitud, como si untase algo desagradable sobre su piel. Se asomó fuera de la casa y le escuché silbar con ímpetu. Cuando yo me ponía de pie, con la ayuda de mi madre, y me secaba las lágrimas, el vendedor apareció de nuevo frente a mi casa.
―¿Sabe? He cambiado de opinión. Quiero la mejor mesa que tenga… la más resistente ―dijo papá, haciendo énfasis en la palabra “resistente” mientras me dirigía una severa mirada.
Entonces el hombre vendió la primera mesa ofrecida.
En cuanto mi padre pagó por el mueble, le hizo una pregunta a quien, sin saberlo, había llegado por la providencia. Una cuestión no relacionadacon su oficio.
―¿Cómola ve con Superman? Ya le había dicho a mi hijo que los hombres capaces de volar no existen.
―Mire ―respondió el vendedor―, no sé si existen hombres que vuelan o no, pero quizás algún día, si hay evidencias, logremos descubrir algo. Usted no puede comprobar la inexistencia de un súper hombre.
Mi padre no supo qué decir ―es probable que no haya querido decir nada―, solo emitió un gruñido antes de cerrar la puerta.
El vendedor me pareció, con su réplica, el hombre más inteligente del mundo.
Quizá lo era, mas yo no podía comprobar si había alguien más listo que él. Y aunque maduré desde mi infame caída en la sala de mi hogar, mi mente siguió destrozada por una gran disyuntiva: no sabía si dedicarme a la venta ambulante de mesas, o a la ingeniería, como mi padre… ¡estúpido Jerry Siegel!
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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