sábado, 31 de octubre de 2020

José Alberto Díaz. Jaula de oro

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Jaula de oro

 

Por José Alberto Díaz

 

 

I

 

En un lugar dedicado a la reparación y mantenimiento de cerraduras y candados de puertas comunes, Miguel Ángel Puerta transmite los secretos de su oficio a Rafael, su único vástago. Miguel Ángel aprendió por su padre, Fabián, y heredó desde muy joven la cerrajería cuando este último dejó de existir abruptamente.

 

 

II

 

Un fin de semana en pleno verano, Rafael se acerca a su padre para pedirle permiso.

–¿Puedo salir al parque?

Miguel Ángel, ocupado en sus eternos menesteres, niega con la cabeza, sin mirarlo a los ojos.

–Casi todos los juegos están desvencijados, no son nada seguros. Cuando yo era niño, vi un juego giratorio desmontarse y salir volando por ir muy rápido. Yo habría muerto si esa cosa me hubiese caído encima.

El niño no insiste. Regresa a su alcoba cabizbajo, meditabundo.

 

 

III

 

Padre e hijo pasean en automóvil a través de las angostas calles de la más desprotegida región del centro histórico de la ciudad, colonia limítrofe a las vías del tren, donde abundan los marginados, los alcohólicos, los drogadictos, las prostitutas, los pordioseros. Ambos los miran con discreción y hablan sobre ellos. Miguel Ángel no se compadece de la podredumbre de la periferia, la escoria invisible para el gobierno.

–Mira, Rafael, la condición humana. Esta gente vive atrofiada y cae en la desesperación cuando no satisface sus vicios. El exterior pervierte. ¿Ahora entiendes por qué es sabio salvaguardar nuestra integridad en casa? Algunos de estos vagos tuvieron la oportunidad de salir adelante; pero echaron todo por la borda. La pobreza es el único destino de las personas sin oficio.

–Entonces, ¿salir es malo?

–Solo cuando no es necesario. De la escuela, a casa; de casa, a la escuela. No es suficiente dominar nuestro arte, debes saber administrar bien el negocio, por eso estás estudiando.

 

 

IV

 

–Papá, ¿qué hay en ese baúl? ¿Por qué está cerrado bajo llave?

–Memento, Rafita, memento.

El gesto inquisitivo del niño se mantiene.

–¿Puedo verlo?

El ceño de Miguel Ángel se frunce, desvía la mirada por el recuerdo de una vivencia remota, vivencia grabada a fuego.

–Cuando seas mayor.

Rafael se pregunta cuándo será lo suficiente grande como para descubrir el interior del baúl vedado.

 

 

V

 

Rafael aprende rápido el oficio heredado por su abuelo, a quien jamás conoció. Ya es capaz de sacar réplicas idénticas de llaves para sus clientes. Tanto en la Cerrajería Melgar, como en la escuela, se le augura un futuro prometedor. Es un discípulo sobresaliente cuyas virtudes son la inteligencia, el orden y la celeridad para realizar sus actividades. Miguel Ángel se siente orgulloso, cree que está haciendo bien las cosas respecto a la educación de su muchacho.

 

 

VI

 

Fabián Puerta revisa su reloj de pulsera, ya casi es hora de cerrar. Cuando la luz cede su sitio a las penumbras, un hombre irrumpe en la cerrajería. Fabián y Miguel Ángel lo observan de pies a cabeza, esperando que haga uso de la palabra. No lo hace. Desenfunda un revólver y apunta al pecho del anciano, quien alza las manos de inmediato por mero reflejo. Suena un disparo. La bala se incrusta cerca del corazón de Fabián, quien se desploma inerte. La mano trémula del asaltante delata su nerviosismo. Al verlo de ese modo, Miguel Ángel, anonadado por la tragedia, alcanza a comprender que el asesinato no había sido planeado por el criminal; este deja caer el arma sin reclamar el dinero y huye a toda prisa. Miguel Ángel no lo persigue, ignora la pistola del delito, se arrodilla ante su padre muerto y aúlla como animal herido.

 

 

VII

 

–No te desesperes, Miguel. Vamos a encontrar a ese cabrón, ya lo verás –le dice un amigo suyo del cuerpo de la policía.

–La pistola del asaltante… la quiero. Un día volverá, lo sé. Necesito algo para defenderme.

–¿La quieres? ¿Hablas en serio?

Miguel asiente repetidas veces.

–Órale. Deja que se entibie el asunto, y quizá, muy por debajo del agua, pueda hacer algo por ti. Ánimo, mi estimado amigo. Ese imbécil va a caer.

Incapaz de sonreír, Miguel tuerce la boca, luego se da la media vuelta para retirarse del edificio de la policía municipal. Conoce las estadísticas: los casos de crímenes resueltos en el estado no llegan ni a un veinte por ciento.

 

 

VIII

 

–Un amigo de mi salón de clases va a hacer una pijamada en una cabaña –cuenta Rafael a su padre–. No está lejos, papá, queda como a veinte kilómetros de la ciudad. Me gustaría ir, a casi todos mis compañeros les dieron permiso.

Sumido en cavilaciones ajenas al deseo de Rafael, mientras repara una chapa con la meticulosidad de un relojero, Miguel Ángel intercambia una mirada con su retoño, todo un adolescente, quien espera contar con la aquiescencia de su primogenitor. 

–No está lejos, en eso tienes razón. ¿Qué van a hacer allá? ¿Solamente dormir? No me vengas a contar las muelas, hijito, no nací ayer. Van a emborracharse, y no falta además quien lleve un cigarro forjado con marihuana. Aquí te quedas.

Miguel Ángel se vuelve silente como de costumbre. Ha pronunciado la última palabra; el derecho a réplica, como bien sabe Rafael, no existe en la Cerrajería Melgar.

 

 

IX

 

La curiosidad innata de Rafael lo conduce a burlar la seguridad del cofrecillo vedado, pequeño protector de mementos. Valiéndose de ganzúas, el jovencito logra abrir el enigmático baúl. Siente una descarga de adrenalina al atisbar en su interior: jamás imaginó descubrir semejante artefacto. Palpa su forma, lo mide. Le parece extraña la primera imagen que se le vino a la cabeza en cuanto lo vio: una llave.

 

 

X

 

Sábado en la tarde. Miguel Ángel y su esposa ven el fútbol en su televisor, acaso una de las pocas distracciones del jefe de familia. Comen papas deshidratadas y toman refresco. Rafael se acerca sin ser advertido.

–El maestro Enriquez está organizando un viaje a Puerto Vallarta por nuestra graduación. Nunca he ido al mar, me gustaría conocerlo.

–Siéntate –lo exhorta su padre–. Sabes nadar muy bien, eso es indudable, pero el mar es muy traicionero. Las olas podrían arrastrarte a lo profundo, y es muy difícil volver a la ribera porque la corriente marítima no cesa de tirar. Te cansas, te acalambras, luego te ahogas. Mucha gente ha muerto así. Dos conocidos míos se pusieron a nadar en la playa cuando no debían hacerlo por la marea; uno pudo ser salvado por un vendedor de llaveros; el otro, se murió. No puedo dejarte ir, hijito,lo haría si tuviera la certeza de tu seguridad.

 

 

XI

 

Los amigos de Rafael lo invitan a una excursión durante las vacaciones de semana santa al lago de Arareco y a la cascada de Basaseachi. El lago no cautiva tanto su atención… pero sí el salto de agua que se forma por la corriente de dos arroyos, los cuales se unen en la cima de la montaña y luego se precipitan por la barranca. ¿Sería la cascada como lluvia de plata, según se canta en el Corrido de Chihuahua? Anhela ir para averiguarlo. Estar en el exterior, no recluido en su casa, donde, según su padre, nada le falta.

 

 

XII

 

Es de noche. Rodeada por su halo, la luna brilla con mortecina luz a través de la ventana de la habitación de Miguel Ángel, quien yace en cama junto a su esposa. Conversan en voz baja, casi musitándose como dos ladrones camuflados por la oscuridad.

–¿Por qué no dejaste ir a Rafa a la excursión? –inquiere Ingrid a su marido–. Él ya está grande, sabe cuidarse bien, y sus amigos son muchachos tranquilos. Nunca se han metido en problemas.

–Lo sé, no basta que sean tranquilos. La sierra es un lugar peligroso, tanto por el ambiente como por quienes la habitan. En lo alto de la cascada de Basaseachi, varias personas se han caído. Por tomarse una foto, una señora se resbaló y fue a dar hasta el fondo. Estúpidamente, su esposo se arrojó tras ella para intentar salvarla. Obvio, se murieron los dos. En cuanto al lago de Arareco, ocurrió una masacre en una de las cabañas hace unos cuatro, cinco años. ¿No te acuerdas? Tres estudiantes estaban embriagándose a la orilla del lago. En la orilla opuesta había un tarahumara, y los muchachos le gritaban cosas ofensivas. El hombre no les hizo caso. Cuando los estudiantes también lo ignoraron, cruzó el lago sin que nadie lo advirtiera. Los agarró desprevenidos, atacándolos con un hacha. Sí, mató a los tres a sangre fría. No puedo permitirle a Rafa exponer su integridad física, ¿entiendes? A veces los buenos hombres pagan las consecuencias de los imprudentes. Cuando sea mayor de edad y se independice, será otro cantar.

 

 

XIII

 

Faltan pocos días para el aniversario número dieciocho de Rafael Puerta. Nada de eso importa. Ha tomado una decisión, acaso la más importante de su vida. Por segunda ocasión, abre el baúl de los mementos y saca el objeto guardado. Ya no le parece extraña esa imagen que se le vino a la cabeza en cuanto lo vio: una llave, una llave para transgredir su apellido paterno. Ahora todo cobra sentido. En sus manos tiene un revólver, aquella arma de fuego que un hombre disparó para quitarle la vida a su abuelo. No sabe si tiene balas. A pesar de su ignorancia, camina con pie decidido rumbo a la sala de su casa, el sitio donde su padre –sin la compañía de Ingrid– mira el fútbol dominical. Se coloca entre Miguel Ángel y el televisor. Con los ojos enrojecidos y lagrimeando de coraje, desenfunda el revólver. Aprieta las mandíbulas mientras encañona a su absorto padre, quien se estremece y la dirige una mirada incrédula. Paralizado por el horror y la sorpresa, su mente lo transporta en el tiempo y en el espacio, años atrás en la cerrajería, justo cuando su padre fue baleado. No puede hacer nada como en aquel momento, vivencia grabada a fuego y plomo.

Tiembla la mano de Rafael con el revólver, parece cobrar vida propia. La expresión de su padre le revela que el arma tiene municiones. El hijo único sabe algo: pronto va a salir de su jaula con barrotes de oro, pronto franqueará, para siempre, esa puerta apócrifa que lo ha mantenido encerrado, esa maldita puerta conferida, sin desearlo, desde su nacimiento. Empero, Rafael deja de apuntarle a Miguel Ángel y se encañona a sí mismo en la sien. Aprieta el gatillo una, dos veces. Su padre se incorpora, premuroso, pretendiendo impedir la inminente tragedia. Suena la detonación al tercer intento. Rafael se desplomay su sangre salpica fragmentos de la pared amarilla, la pantalla del televisor, el suelo de cerámica. Una vez más, Miguel Ángel aúlla como animal herido. Aporrea la pared, arroja el televisor, pisotea el suelo como si estuviera repleto de insectos.La impotencia no le deja pensar que el suicidio fue la única salida del hijo.

 

 

 

 

 

José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

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