Soñar
Por Humberto
Quezada Prado
Vivir es
cosa fácil cuando se es niño. En Nonoava basta mezclarse entre los ruidos
pueblerinos, cerrar los ojos un ratito para volar a lugares que solamente se conocen
cuando se sueña, y con los ojos abiertos localizar de dónde sale el relajo,
pensar en los paisanos que se han reunido y hacer premoniciones para lo que va
a suceder en un rato. Vaya una muestra, paradójicamente tan insignificante como
ilustrativa, de la facilidad con que se accede a situaciones de felicidad, a lo
mejor como tapadera por la vivencia de cosas desagradables, que se sobreponen
en un traslape de mecanismos de compensación. Arre.
Llegar al
mezquite, fletarse no sin dificultades y buscar hasta encontrar salientes que
van a convertirse en los controles de un enorme avión que surcará los aires del
pueblo a la capital y más allá, lleno de pasajeros felices por la
circunstancia; acto seguido regresar del trayecto y bajar del árbol para ir al
de enseguida a cortar su fruto maduro, masticar y masticar extrayendo el jugo
de su masa y con el garbo natural escupir el bagazo a un lado del camino.
Identificar
al par de burros que mordisquean zacate y otras hierbas, cuidarse del dueño y
espantarlos a punta de pedradas con las actitudes siempre perdonables del
sadismo infantil campirano, o arrinconarlos para subirse a uno, aun con el
riesgo de salir disparados a masticar un buche de la tierra suelta de los
potreros, antes de dirigirse a cualquiera de los callejones; y enfundados en
imaginarios trajes de jinetes, sombrero, espuelas y una pistola de palo,
rescatar muchachas casaderas de lo más oscuro de las tapias viejas, amarradas
para fines inconfesables por sucios, malolientes e inescrupulosos rancheros.
Contar
los pasos cuando hay que incorporarse a las actividades productivas, arrear al
caballo camino al maizal, adelantarse para correr las agujas de tronco, arrimar
a la bestia al encino y detenerla para que papá acomode las guarniciones en los
rituales previos al corte de hierbas que contaminan los surcos de la siembra.
Las ensoñaciones continúan —o empiezan— cuando, divertidos, obtenemos el
permiso para subirnos al caballo haciéndole silenciosa compañía en sus
enésimas, lentas, adormecedoras vueltas a las besanas y con una jarilla
espantamos los moscos molestos, interruptores de tantos sueños armados al
vaivén de las pezuñas.
Pegarse a
la falda de mamá, las niñas, apurando el paso para no perder el ritmo de la
andada cuando la acompañan a casa de la vecina al otro lado del arroyo para
luego esconderse de los perros cuando llegan, admirando la valentía de las
adultas que no se arredran ante la muestra de colmillos grandes y afilados de
los dos mastines que resguardan el solar de la comadre. Y cómo van a acercarse,
si ellas van armadas con un varejón de membrillo, flexible y liviano, listo
para marcar el lomo del primero de los perros que las ataque. Una vez en el
patio, hacerse las interesadas en el intercambio de enciclopédicos conocimientos
de jardinería, donde abundan botes, latas y baldes agujerados conteniendo
macetas con plantas de flores coloridas, cuando en realidad lo que enfrentan es
a dos pares de ojos retadores, más o menos de la edad, atrincherados y listos
para la defensa de los escasos juguetes, al menos en lo que entran en confianza
o reciben como cubetazo de agua helada las indicaciones de la casera para que
se integren en la hermosa aventura de compartir sus trastecitos de cerámica y
sus muñecas.
Jugar,
creciditos los mozalbetes de quince o dieciséis, a otra clase de sueños. Por la
corpulencia paulatina en sus músculos en pleno desarrollo medir fuerzas en
luchas cuerpo a cuerpo y soltar provocadoras agresiones verbales a sus
coetáneos, en la espera de la respuesta. Hay peligro a esta edad pues ni ellos
mismos conocen límites en su fuerza, pero su capacidad corporal y emocional
insiste en llevarlos a la frontera de la paciencia ante sus adversarios
temporales. Estos son sus sueños, así salen de su aburrimiento existencial,
todos los días, en tanto van creciendo, en tanto se alejan de sus cuerpos de
niño.
Coquetas
ellas, por su parte, tal vez ya no sueñan tanto. O sueñan más, pero diferente.
Tal vez: buscar a los opuestos con otros ojos, desbordando imaginación, pero
con otras intenciones, más allá de las muñecas y las comiditas. Sueñan a
contonearse en las fiestas, a lanzar miradas comprometedoras en el devaneo de
su presencia; jugar a crecer con mayores apuros y soñar que de cualquier
esquina aparecerá el mozo que han esperado en tan poco tiempo, desde que
abandonaran su silueta infantil para enfundarse en la figura de los deseos. Ya
no interesa tanto ir a la iglesia, ahora importan más los bailes, es natural. Y
apostar a ese cambio, con la benevolencia de mamá, o con el celo explosivo de
papá, quién sabe.
Provocar
a los galanes para que, en arranques de hombría justificada, una tarde
cualquiera el muchacho engulla suficientes tragos de una enorme botella de
tequila, generalmente de a litro, nuble su percepción de las cosas, se perciba
como el último hielo en el desierto, cuente los dineros de su billetera y
contrate a los primeros músicos que localice. Y entrada la noche se disponga
ella a disfrutar su travesura al otro lado de la barda, en cuanto oiga los
primeros acordes de las canciones de moda.
Algún día
ambos géneros harán su selección, cosa inevitable, sin dejar de soñar cada uno
por su cuenta. Uno para sostener a una familia, no sin problemas, hacer de
vaquero contratado en conocido rancho, cuidar las vacas y las bestias y
administrar un solar ajeno, ni modo. De tarde en tarde, mientras campea
persiguiendo al becerro que se extravía, avivar su sueño de poseer un
territorio propio, qué le hace que más pequeño que ese en el que trabaja, pero
mejor en las atenciones porque sería suyo.
La otra,
adulta y con hijos, personificar a la compañera del vaquero, aunque dedicada a
otra cosa, generalmente a los quehaceres que hacen posible el reforzamiento en
la estructura casera y muchas veces el pilar imprescindible, el más importante
para la cohesión de la familia. Sus tareas incluyen aquellas propias del género
femenino en los pueblos: hacer malabares en la preparación de las comidas
diarias; hacer uso de la corriente cristalina en la que propinará sendos
jaloneos y talladas a la ropa de todos, actividad que en veces ha de recibir
las quejas ocultas por tanta cosa; y atender la limpieza del solar y de unos
cuartos de adobe o de bloques de cemento que en sueños había visto como los
aposentos de un palacio.
También
algún día arribarán los nietos, pues recurrentemente se sueña con los nietos.
Los más pequeños tirarán del bigote del viejo o se colgarán de la falda de la
abuela soltando el berrido en la exigencia de quién sabe cuántas cosas. Y como
la función más importante de los abuelos consiste en consentirles en todo,
negociarán unas horas al día para ellos, para seguir acumulando sueños, para
regurgitar los de sus propias infancias y mocedades, diciendo cuando haya
oportunidad que en sus tiempos la deliciosa actividad de soñar era mejor,
insuperable, porque verdaderamente había mucho para dejar a la imaginación,
antes que las ensoñaciones fueran escurriéndose entre los dedos, como la
mantequilla que se unta en las tortillas calientitas recién salidas de los
comales, por cierto ya casi en desuso.
Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por
la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía
por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en
desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha
publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en
coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde
lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos
de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los
Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.