Verde pistacho
Por Adriana
Candia
Por años pensé
que mi madre vivía presa en el cuarto verde, el que siempre conservó sus paredes
anchas de fortaleza y que daba hacia el patio y luego a la calle por una de sus
ventanas; y hacia el porche por un costado. Por el frente, a través de la
ventana, se colaban las ramas de una lila y una mora. Por el otro, la vista del
valle donde se juntaban dos ciudades pequeñas.
A mi madre le
bastaron esas dos ventanas al mundo para estar en paz con la vida que le había
tocado, aunque el color alegre de aquella habitación haya oscurecido con el
tiempo, junto con los trasteros blancos, la mesa para ocho sillas del centro, y
las cacerolas que colgaban de uno de los flancos del cuarto. Desde ese espacio,
por el que pasaron generaciones, ella no solamente hirvió los pucheros y los
complicados dulces de frutas; también cocinó futuros, arregló vidas de otros y
curó las enfermedades de la familia.
Tantas personas
pasaron por allí con sus historias: de vez en cuando una lágrima, muchas veces
la alegría o el silencio respetuoso para ella, Magdalena, mi madre, que
mientras cocinaba podía contar relatos del mundo del que ella venía, donde no
hay fronteras entre lo increíble y la realidad.
Hacedora de
mundos, podía encantar con sus pláticas y platillos a quien la visitara en su
reino, aunque a mí me diera la impresión de ser ella la encantada, la única que
parecía no poder salir nunca de aquel laboratorio.
Su mundo tenía
una pintura brillante, verde pistacho. La textura de las paredes de adobe, que
habían sido encaladas y enyesadas, era suave pero desigual, con defectos la
lisura. Durante el tiempo que ella pasaba entre esos muros; yo me entretenía
deslizando las yemas de los dedos por las tenues irregularidades de la pared, en
la que estaban los trasteros.
A horcajadas en
la banca que sustituía tres sillas, yo miraba a mi madre trajinar con trastes, especies,
carnes, vegetales o frutas, mientras alargaba mi mano izquierda por el angosto
espacio que dejaban los dos trasteros. Con mi índice recorría el hueco alargado
de una irregularidad de la pared, apenas visible de cerca, una línea chueca y
como escarbada para hacer un diminuto arroyo que, con los años, igual que muchas
otras, fue acumulando una pasta de grasa que llegué a odiar en la adolescencia,
por ser un síntoma de vejez y pobreza.
En el otro
tiempo, cuando ellas, mi madre y la cocina, no eran tan viejas, las horas que la
segunda me robaba a la primera me parecían tan infinitas como el cielo a donde
yo refugiaba mis fantasías de infancia. Quizás por eso crecí odiando las tareas
de ese espacio; allí la causa de la ansiedad irracional que se apoderaría de mí
después, en mis tiempos de mujer madura, cada vez que tenía que dedicarle horas
a la cocina propia. La inevitable sensación de navegante perdida, el horror a
que la vida se me pasara entre cacerolas y platos, como se le pasó a mi madre.
De niña era
distinto, con la presencia de Magdalena. A veces yo aguantaba un tiempo en sus
dominios: curiosa, callada y atenta como una astrónoma ante una estrella nueva
en el firmamento, pendiente de cada movimiento de la hacedora, esperando el
momento en que ella me permitiría replicarla frente a la estufa. Pero su reino me
fue vedado por más de quince años. Imposible meter la cuchara en uno de
sus guisos, o siquiera servir de pinche con los trastos sucios mientras ella
preparaba los complicados horneados o los batidos para capear hasta las
manzanas.
―La
cocina es cuestión de canas, no de mocos ―decía ella para evitar cualquier intromisión
física.
O:
―Aquí
mis niñas no lavan trastes mañana, tarde y noche. Sabrá Dios qué clase de
marido les irá a tocar ―y con eso cerraba cualquier conato de
discusión de chicos o grandes que se atrevieran a contradecirla.
Quizás, ahora que
lo pienso, fueron estas palabras las que, grabadas en la memoria, me hacían
creer que, de haber podido, Magdalena hubiera escapado de su cárcel verde. Aunque
lo tenía todo allí: una estufa de leña que prodigaba calor en invierno; la mesa
de dos por dos que mi padre le llevó cargando en la espalda desde El Paso hasta
la casa de la loma en Juárez, cuando recibió su primer buen salario de inmigrante,
y que para ella era el trofeo, la prueba del amor profundo que su marido le
profesaba.
Sobre ella había
instalado un molino que trituraba carnes y granos para moler desde la masa para
hacer tamales, y hasta los granos del café que le mandaban del sur. También
tenía trasteros hermosos con cristalería en la parte superior, la estufa de gas
que usaba a diario; un fregadero de metal con agua corriente y, en el centro la
mesa, en la que cortaba, mezclaba, vertía y llenaba de minucias a diario y
luego invariablemente y casi como por arte de magia limpiaba tres veces al día
para que sirviera al comedor.
Magdalena era una
mulata de curvas pronunciadas, cabello corto, blanquísima sonrisa y brazos
fuertes. Sus manos morenas eran, cuando se movían en la cocina, las manos de una
princesa de cuentos. Aunque fuera de sus dominios, en el patio, por ejemplo, haciendo
trabajos duros, en ocasiones ella tirara palabrotas o manoteos, en la cocina no
entraban los movimientos violentos, ni los gestos duros. Toda ella era como uno
de sus platos, una creación en cierne, suave y espumosa, cocinándose a fuego
lento.
Hay una foto de
aquellos tiempos, en la que mi padre captó el instante preciso: Magdalena sonriente,
de pie frente a la estufa de cuatro mechas ocupadas por sartenes y cacerolas
humeantes. Ella blandiendo la cuchara que en su diestra perdía toda calidad de
instrumento para convertirse en cetro de hada madrina. Su mano fuerte y brillante,
maestra de la delicadeza, sostiene apenas la cuchara con pulgar y cordial en
una caricia para el fondo del recipiente. Miro la foto y es una película que me
permite observar de nuevo su finura para mezclar, depositar pizcas de hierbas
molidas, secretos ancestrales que convertían una sopa de verduras en poción mágica,
mientras ella silbaba o cantaba un bolero.
No sé si alguna
vez intenté arrancarla de ese espacio, si alguna vez le pedí que lo dejara. Sé
que una sensación de nube gris a mí me iba llenando con el paso de las horas,
cuando ya había salido varias veces y regresado para verla y me encontraba con
los aromas que llegaban hasta la calle. En el centro de todo: la mesa cubierta de platos, servilletas sucias,
recipientes humeantes de salsas, cucharas y coladeras que ya no cabían en el
fregadero y me mareaban con su imagen de interminable caos. No entendía cómo
era capaz mi madre de cambiar el olor de las flores del porche, las caricias de
las mascotas o los niños, unas horas de lectura o un paseo afuera, por su vida
en la cocina.
A veces me creía
la historia que había construido yo misma, de que Magdalena estaba poseída por
un encanto de alguna de sus abuelas y vivía condenada, como la Sheherezada del cuento, no a contar
historias, sino a elaborar platillos
cada día más intrincados y sabrosos; que de sus horas en la cocina y sus
productos dependía su vida o la nuestra.
No tenía en esos
años el interés en hilar las acciones de mi madre con las palabras. Es hasta
ahora cuando recuerdo las pláticas de sobremesa con familia o con invitados,
tan frecuentes en mi niñez, conversaciones que después del desayuno se
alargaban a la comida, o de esta a la
cena.
Varias veces
escuché el pasado violento y de miseria que fue la primera juventud de
Magdalena; sus tragedias contadas por ella como si fueran aventuras de una
personaja de novela: golpes, hijos muertos, hambre, trabajos miserables en la
ciudad más grande y cruel del mundo y luego, como en una historia cursi, el haber encontrado el amor de un hombre que no
le exigía nada, que la llevó a vivir a la frontera y le construyó una casa
pobre en la punta de un cerro. El amor de un hombre como sacarse la lotería, un
marido que le celebraba todo: desde los
poemas que ella escribía en cualquier pedazo de papel estraza de su cocina, hasta la caridad con que ella se desprendía
de todo lo material si podía servirle a alguien más; el amor de un hombre que
cantaba con ella por las tardes, ahí, precisamente frente a su reino de
pociones, en el porche cubierto de enredaderas por donde veían las dos ciudades,
Juárez y El Paso. Su amor como final feliz de un cuento.
Pero la vida
tenía reservada para Magdalena un final diferente: aquel hombre al que ella le
regalaba cada día lo mejor que tenía: sus manjares aderezados de ternura, tal
vez de pasión y agradecimiento, murió mucho antes que ella.
La dejó sola con
su amor de tango, con tantos regalos y nadie a quien darlos.
El cuarto verde,
como el de una mujer abandonada, se llenó de arrugas, de marcas horrendas de
humo y grasa, fue ocupado por otros, por otras. Magdalena tuvo nuevas cocinas, menos
impresionantes que aquella de mi infancia, aunque dedicó en ellas algunas horas
más a los hijos, los nietos, y dejó en el paladar de mi memoria un recetario
para más de trescientos días.
Anduvo veinte
años con la ansiedad en la mirada y en las piernas. Sin brújula ni eje salía
temprano de su casa y recorría la ciudad, o viajaba hasta cualquiera de las
otras dos ciudades vecinas. Iba y venía de Nuevo México a Juaritos, de California
a Juaritos; de Colorado a Juaritos, del sur de México a Juaritos, cada vez que
se le antojaba. Se llenaba de proyectos distintos, compromisos inútiles, sin
que la chispa de felicidad que le conocimos volviera a encender su mirada.
Sus vecinos, amistades
cercanas, admiraban su vitalidad, la fuerza y entereza con la que adornó su
vejez solitaria para no quedarse en casa como la típica bisabuela que teje
chambritas. Solamente yo adivinaba sus armaduras y me conformaba con un
destello de luz que a veces asomaba por sus ojos cuando por fin me acompañaba
en mi cocina para transmitirme secretos.
Agotada de
ausencias, por fin, una madrugada fría, de estrellas y de nubes rosas dejó este mundo, ya sin historias. Ya sin sabores
ni aromas.
Mucho tiempo
después, cuando yo misma he soltado las riendas de mi propia nave, descubro con
asombro que mi madre nunca desperdició un minuto de su vida en el cuarto verde,
y que si alguna vez fue feliz, eso, lo cocinó entre aquellas paredes de adobe.
Las Cruces, Nuevo
México
20 agosto 2018
Adriana Candia es Master of Arts en literatura latinoamericana por la Universidad de Nuevo México. Trabajó como maestra en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Chihuahua y ha publicado los libros A Southwest Reader for Intermediate Spanish, El silencio que la voz de todas quiebra. Mujeres y víctimas de ciudad Juárez (1999), Café cargado (2005), Sobrada inocencia. Cuentos y microcuentos (2013), Mujeres eternas. Crónicas de Adriana (2016) y otros más. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad de Nuevo México y coeditora de la colección El arca de los seres imaginarios.
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