miércoles, 23 de diciembre de 2020

Adriana Candia. Verde pistacho

 

Verde pistacho

 

 

Por Adriana Candia

 

 

Por años pensé que mi madre vivía presa en el cuarto verde, el que siempre conservó sus paredes anchas de fortaleza y que daba hacia el patio y luego a la calle por una de sus ventanas; y hacia el porche por un costado. Por el frente, a través de la ventana, se colaban las ramas de una lila y una mora. Por el otro, la vista del valle donde se juntaban dos ciudades pequeñas.

A mi madre le bastaron esas dos ventanas al mundo para estar en paz con la vida que le había tocado, aunque el color alegre de aquella habitación haya oscurecido con el tiempo, junto con los trasteros blancos, la mesa para ocho sillas del centro, y las cacerolas que colgaban de uno de los flancos del cuarto. Desde ese espacio, por el que pasaron generaciones, ella no solamente hirvió los pucheros y los complicados dulces de frutas; también cocinó futuros, arregló vidas de otros y curó las enfermedades de la familia.

Tantas personas pasaron por allí con sus historias: de vez en cuando una lágrima, muchas veces la alegría o el silencio respetuoso para ella, Magdalena, mi madre, que mientras cocinaba podía contar relatos del mundo del que ella venía, donde no hay fronteras entre lo increíble y la realidad.

Hacedora de mundos, podía encantar con sus pláticas y platillos a quien la visitara en su reino, aunque a mí me diera la impresión de ser ella la encantada, la única que parecía no poder salir nunca de aquel laboratorio.

Su mundo tenía una pintura brillante, verde pistacho. La textura de las paredes de adobe, que habían sido encaladas y enyesadas, era suave pero desigual, con defectos la lisura. Durante el tiempo que ella pasaba entre esos muros; yo me entretenía deslizando las yemas de los dedos por las tenues irregularidades de la pared, en la que estaban los trasteros.

A horcajadas en la banca que sustituía tres sillas, yo miraba a mi madre trajinar con trastes, especies, carnes, vegetales o frutas, mientras alargaba mi mano izquierda por el angosto espacio que dejaban los dos trasteros. Con mi índice recorría el hueco alargado de una irregularidad de la pared, apenas visible de cerca, una línea chueca y como escarbada para hacer un diminuto arroyo que, con los años, igual que muchas otras, fue acumulando una pasta de grasa que llegué a odiar en la adolescencia, por ser un síntoma de vejez y pobreza.

En el otro tiempo, cuando ellas, mi madre y la cocina, no eran tan viejas, las horas que la segunda me robaba a la primera me parecían tan infinitas como el cielo a donde yo refugiaba mis fantasías de infancia. Quizás por eso crecí odiando las tareas de ese espacio; allí la causa de la ansiedad irracional que se apoderaría de mí después, en mis tiempos de mujer madura, cada vez que tenía que dedicarle horas a la cocina propia. La inevitable sensación de navegante perdida, el horror a que la vida se me pasara entre cacerolas y platos, como se le pasó a mi madre.

De niña era distinto, con la presencia de Magdalena. A veces yo aguantaba un tiempo en sus dominios: curiosa, callada y atenta como una astrónoma ante una estrella nueva en el firmamento, pendiente de cada movimiento de la hacedora, esperando el momento en que ella me permitiría replicarla frente a la estufa. Pero su reino me fue vedado por más de quince años. Imposible meter la cuchara en uno de sus guisos, o siquiera servir de pinche con los trastos sucios mientras ella preparaba los complicados horneados o los batidos para capear hasta las manzanas.

La cocina es cuestión de canas, no de mocos decía ella para evitar cualquier intromisión física.

O:

Aquí mis niñas no lavan trastes mañana, tarde y noche. Sabrá Dios qué clase de marido les irá a tocar y con eso cerraba cualquier conato de discusión de chicos o grandes que se atrevieran a contradecirla.

Quizás, ahora que lo pienso, fueron estas palabras las que, grabadas en la memoria, me hacían creer que, de haber podido, Magdalena hubiera escapado de su cárcel verde. Aunque lo tenía todo allí: una estufa de leña que prodigaba calor en invierno; la mesa de dos por dos que mi padre le llevó cargando en la espalda desde El Paso hasta la casa de la loma en Juárez, cuando recibió su primer buen salario de inmigrante, y que para ella era el trofeo, la prueba del amor profundo que su marido le profesaba.

Sobre ella había instalado un molino que trituraba carnes y granos para moler desde la masa para hacer tamales, y hasta los granos del café que le mandaban del sur. También tenía trasteros hermosos con cristalería en la parte superior, la estufa de gas que usaba a diario; un fregadero de metal con agua corriente y, en el centro la mesa, en la que cortaba, mezclaba, vertía y llenaba de minucias a diario y luego invariablemente y casi como por arte de magia limpiaba tres veces al día para que sirviera al comedor.

Magdalena era una mulata de curvas pronunciadas, cabello corto, blanquísima sonrisa y brazos fuertes. Sus manos morenas eran, cuando se movían en la cocina, las manos de una princesa de cuentos. Aunque fuera de sus dominios, en el patio, por ejemplo, haciendo trabajos duros, en ocasiones ella tirara palabrotas o manoteos, en la cocina no entraban los movimientos violentos, ni los gestos duros. Toda ella era como uno de sus platos, una creación en cierne, suave y espumosa, cocinándose a fuego lento.

Hay una foto de aquellos tiempos, en la que mi padre captó el instante preciso: Magdalena sonriente, de pie frente a la estufa de cuatro mechas ocupadas por sartenes y cacerolas humeantes. Ella blandiendo la cuchara que en su diestra perdía toda calidad de instrumento para convertirse en cetro de hada madrina. Su mano fuerte y brillante, maestra de la delicadeza, sostiene apenas la cuchara con pulgar y cordial en una caricia para el fondo del recipiente. Miro la foto y es una película que me permite observar de nuevo su finura para mezclar, depositar pizcas de hierbas molidas, secretos ancestrales que convertían una sopa de verduras en poción mágica, mientras ella silbaba o cantaba un bolero.

No sé si alguna vez intenté arrancarla de ese espacio, si alguna vez le pedí que lo dejara. Sé que una sensación de nube gris a mí me iba llenando con el paso de las horas, cuando ya había salido varias veces y regresado para verla y me encontraba con los aromas que llegaban hasta la calle. En el centro de todo: la  mesa cubierta de platos, servilletas sucias, recipientes humeantes de salsas, cucharas y coladeras que ya no cabían en el fregadero y me mareaban con su imagen de interminable caos. No entendía cómo era capaz mi madre de cambiar el olor de las flores del porche, las caricias de las mascotas o los niños, unas horas de lectura o un paseo afuera, por su vida en la cocina.

A veces me creía la historia que había construido yo misma, de que Magdalena estaba poseída por un encanto de alguna de sus abuelas y vivía condenada, como la Sheherezada del cuento, no a contar historias, sino  a elaborar platillos cada día más intrincados y sabrosos; que de sus horas en la cocina y sus productos dependía su vida o la nuestra.

No tenía en esos años el interés en hilar las acciones de mi madre con las palabras. Es hasta ahora cuando recuerdo las pláticas de sobremesa con familia o con invitados, tan frecuentes en mi niñez, conversaciones que después del desayuno se alargaban a la comida,  o de esta a la cena.

Varias veces escuché el pasado violento y de miseria que fue la primera juventud de Magdalena; sus tragedias contadas por ella como si fueran aventuras de una personaja de novela: golpes, hijos muertos, hambre, trabajos miserables en la ciudad más grande y cruel del mundo y luego, como en una historia cursi, el  haber encontrado el amor de un hombre que no le exigía nada, que la llevó a vivir a la frontera y le construyó una casa pobre en la punta de un cerro. El amor de un hombre como sacarse la lotería, un marido  que le celebraba todo: desde los poemas que ella escribía en cualquier pedazo de papel estraza de su cocina,  hasta la caridad con que ella se desprendía de todo lo material si podía servirle a alguien más; el amor de un hombre que cantaba con ella por las tardes, ahí, precisamente frente a su reino de pociones, en el porche cubierto de enredaderas por donde veían las dos ciudades, Juárez y El Paso. Su amor como final feliz de un cuento.

Pero la vida tenía reservada para Magdalena un final diferente: aquel hombre al que ella le regalaba cada día lo mejor que tenía: sus manjares aderezados de ternura, tal vez de pasión y agradecimiento, murió mucho antes que ella.

La dejó sola con su amor de tango, con tantos regalos y nadie a quien darlos.

El cuarto verde, como el de una mujer abandonada, se llenó de arrugas, de marcas horrendas de humo y grasa, fue ocupado por otros, por otras. Magdalena tuvo nuevas cocinas, menos impresionantes que aquella de mi infancia, aunque dedicó en ellas algunas horas más a los hijos, los nietos, y dejó en el paladar de mi memoria un recetario para más de trescientos días.

Anduvo veinte años con la ansiedad en la mirada y en las piernas. Sin brújula ni eje salía temprano de su casa y recorría la ciudad, o viajaba hasta cualquiera de las otras dos ciudades vecinas. Iba y venía de Nuevo México a Juaritos, de California a Juaritos; de Colorado a Juaritos, del sur de México a Juaritos, cada vez que se le antojaba. Se llenaba de proyectos distintos, compromisos inútiles, sin que la chispa de felicidad que le conocimos volviera a encender su mirada.

Sus vecinos, amistades cercanas, admiraban su vitalidad, la fuerza y entereza con la que adornó su vejez solitaria para no quedarse en casa como la típica bisabuela que teje chambritas. Solamente yo adivinaba sus armaduras y me conformaba con un destello de luz que a veces asomaba por sus ojos cuando por fin me acompañaba en mi cocina para transmitirme secretos.

Agotada de ausencias, por fin, una madrugada fría, de estrellas y de nubes rosas  dejó este mundo, ya sin historias. Ya sin sabores ni aromas.

Mucho tiempo después, cuando yo misma he soltado las riendas de mi propia nave, descubro con asombro que mi madre nunca desperdició un minuto de su vida en el cuarto verde, y que si alguna vez fue feliz, eso, lo cocinó entre aquellas paredes de adobe.

Las Cruces, Nuevo México

20 agosto 2018

 






Adriana Candia es Master of Arts en literatura latinoamericana por la Universidad de Nuevo México. Trabajó como maestra en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Chihuahua y ha publicado los libros A Southwest Reader for Intermediate SpanishEl silencio que la voz de todas quiebra. Mujeres y víctimas de ciudad Juárez (1999), Café cargado (2005), Sobrada inocencia. Cuentos y microcuentos (2013), Mujeres eternas. Crónicas de Adriana (2016) y otros más. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad de Nuevo México y coeditora de la colección El arca de los seres imaginarios.

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