domingo, 13 de diciembre de 2020

Humberto Quezada Prado. Livianas como el aire

 

Livianas como el aire

 

 

Por Humberto Quezada Prado

 

 

Transparente como un limpio cristal, la segunda de pronto hizo ¡pum! Explotó con un estruendo seco mientras otras caían lentas, acolchonadas y suaves, como levitando. Al principio provocaron sustos, causaron luego expectación y hasta un poquito de miedo a unos niños de campo, desacostumbrados a estos espectáculos, aunque sensibles a todo lo que ven, oyen y sienten, igual que todos en el pueblo.

Se veían frágiles, y por su color cristalino parecían propensas a romperse al mínimo contacto con lo que fuera, merced a que su velocidad en el vuelo no era moderada, más bien rápida: muchas llegaban a estrellarse al contacto con las piedras de cualquier cerco de los potreros; con las ramas espinosas de ocotillos, nopales de tuna coyotera, mezquites y huizaches, abundantes entre el mismo caserío; con las manos toscas de mujeres y hombres adultos dibujando musarañas, lanzando alaridos escandalosos y espantando desconfiados las que llegaban a su alcance; con los dedos poco coordinados de los niños queriendo atraparlas para jugar con ellas en los patios de las casas o guardarlas como tesoros invaluables; con los chales de color oscuro usados por señoras piadosas que regresaban de misas y rosarios todavía con el devocionario en la mano; con los picos de los leños de encino y táscate apilados en los rincones de patios y corrales; con los pelos gruesos de las crines de las bestias que transportan gente como fantasmas en los callejones; con la dureza de las peñas deslavadas a las orillas de un río con de miles de años construyendo su cauce; con el soplido intencional de los chamacos que esperaban la caída en tanto que apreciaban el evento; y hasta con el riesgo de estrellarse contra los pensamientos de los nonoavenses incrédulos, que siempre han sido mayoría.

Era tanto el temor de jóvenes, adultos y viejos, que casi todos en el pueblo buscaban esquivarlas antes que atraparlas porque, decían, cargaban peligros desconocidos como la aparición de ronchas en las partes escondidas del cuerpo, enfermedades pegajosas nunca vistas y maldiciones de parientes fallecidos con incomodidades indecibles.

Otros ya se veían aspirando por boca y nariz aquellos miles de cosas diminutas alojadas en los ductos inimaginables que terminaban depositándose en cada rincón de los pulmones con la consecuente cascada de sofocos y enfermedades del resuello, conduciendo en todos los casos a muertes dolorosas e irremediables.

Las mujeres de mucho colmillo, experimentadas y practicantes de las premoniciones con poco fundamento lógico, sufrirían pesadillas cubriéndose con pañoletas de colores claros que resultaban embarradas con un líquido viscoso cayendo al roce de los misteriosos objetos. Podía verse que la imaginación de los nonoavenses no cambiaba nada al paso de los años: no solo era infinita, también rica en detalles.

Los temores se fueron yendo igual que desaparecía el sol más allá del camino a Norogachi, y cuando fue pasando la sorpresa, a niños y grandes les dio por jugar con ellas, reventarlas una por una con las uñas mugrosas y negras de tierra o con la punta de los dedos en una competición interesante.

Era divertido verlos saltando, esforzándose por alcanzar y deshacer la mayor cantidad posible. Se perdían y se confundían con el infinito azul del cielo que arropaba con su piel de millones de años al pueblo desde todas las direcciones. Apenas atrapaban una, la reventaban para enterarse que eran líquido puro, del más limpio que se ha visto, tanto que hasta se podía beber, dijo uno de los mayores, de bigote amarillento por tanto makuchi que fumaba al mismo tiempo que enfocaba sus ojos hasta donde sus cansadas pupilas le daban permiso y gritaba como loco apuntando a los cerros de La Presa: muchas de aquellas bolas, muchas, llegaban de esos rumbos, arropaban a la gente y se dejaban atrapar y desbaratar, cosa muy festejada por todos en la comunidad. Y no eran de agua de lluvia o copos de cristal de nieve, eran simplemente pequeñas e inofensivas burbujas dejándose llevar por el viento polvoso del crepúsculo de septiembre. ¿Alguien no las ha visto en su vida? No saben de lo que se han perdido.

Nunca supo nadie la procedencia exacta de la inexplicable lluvia de esferas. Fue un misterio que ya no se podrá descubrir, porque todos los de ese tiempo hace mucho que fueron comida para los gusanos en el camposanto del pueblo.

En el sermón del siguiente domingo el cura no dijo nada, las autoridades en la presidencia no registraron el incidente y a nadie le pegó la gana siquiera escribir de las apariciones, tampoco de dibujar en montón a las extrañas invasoras.

 





Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoavaNonoava, historia desde lejos: la fundaciónInterpelación a mi maestroCuentos de Francisco MachiwiNonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.

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