Livianas como el aire
Por Humberto Quezada Prado
Transparente como un limpio cristal, la segunda de pronto hizo ¡pum!
Explotó con un estruendo seco mientras otras caían lentas, acolchonadas y
suaves, como levitando. Al principio provocaron sustos, causaron luego
expectación y hasta un poquito de miedo a unos niños de campo, desacostumbrados
a estos espectáculos, aunque sensibles a todo lo que ven, oyen y sienten, igual
que todos en el pueblo.
Se veían frágiles, y por su color cristalino parecían propensas a
romperse al mínimo contacto con lo que fuera, merced a que su velocidad en el
vuelo no era moderada, más bien rápida: muchas llegaban a estrellarse al
contacto con las piedras de cualquier cerco de los potreros; con las ramas
espinosas de ocotillos, nopales de tuna coyotera, mezquites y huizaches,
abundantes entre el mismo caserío; con las manos toscas de mujeres y hombres adultos
dibujando musarañas, lanzando alaridos escandalosos y espantando desconfiados
las que llegaban a su alcance; con los dedos poco coordinados de los niños
queriendo atraparlas para jugar con ellas en los patios de las casas o
guardarlas como tesoros invaluables; con los chales de color oscuro usados por señoras
piadosas que regresaban de misas y rosarios todavía con el devocionario en la
mano; con los picos de los leños de encino y táscate apilados en los rincones
de patios y corrales; con los pelos gruesos de las crines de las bestias que
transportan gente como fantasmas en los callejones; con la dureza de las peñas
deslavadas a las orillas de un río con de miles de años construyendo su cauce;
con el soplido intencional de los chamacos que esperaban la caída en tanto que apreciaban
el evento; y hasta con el riesgo de estrellarse contra los pensamientos de los
nonoavenses incrédulos, que siempre han sido mayoría.
Era tanto el temor de jóvenes, adultos y viejos, que casi todos en el
pueblo buscaban esquivarlas antes que atraparlas porque, decían, cargaban
peligros desconocidos como la aparición de ronchas en las partes escondidas del
cuerpo, enfermedades pegajosas nunca vistas y maldiciones de parientes
fallecidos con incomodidades indecibles.
Otros ya se veían aspirando por boca y nariz aquellos miles de cosas
diminutas alojadas en los ductos inimaginables que terminaban depositándose en
cada rincón de los pulmones con la consecuente cascada de sofocos y enfermedades
del resuello, conduciendo en todos los casos a muertes dolorosas e
irremediables.
Las mujeres de mucho colmillo, experimentadas y practicantes de las
premoniciones con poco fundamento lógico, sufrirían pesadillas cubriéndose con
pañoletas de colores claros que resultaban embarradas con un líquido viscoso
cayendo al roce de los misteriosos objetos. Podía verse que la imaginación de
los nonoavenses no cambiaba nada al paso de los años: no solo era infinita, también
rica en detalles.
Los temores se fueron yendo igual que desaparecía el sol más allá del
camino a Norogachi, y cuando fue pasando la sorpresa, a niños y grandes les dio
por jugar con ellas, reventarlas una por una con las uñas mugrosas y negras de
tierra o con la punta de los dedos en una competición interesante.
Era divertido verlos saltando, esforzándose por alcanzar y deshacer la
mayor cantidad posible. Se perdían y se confundían con el infinito azul del
cielo que arropaba con su piel de millones de años al pueblo desde todas las
direcciones. Apenas atrapaban una, la reventaban para enterarse que eran
líquido puro, del más limpio que se ha visto, tanto que hasta se podía beber,
dijo uno de los mayores, de bigote amarillento por tanto makuchi que fumaba al
mismo tiempo que enfocaba sus ojos hasta donde sus cansadas pupilas le daban
permiso y gritaba como loco apuntando a los cerros de La Presa: muchas de
aquellas bolas, muchas, llegaban de esos rumbos, arropaban a la gente y se
dejaban atrapar y desbaratar, cosa muy festejada por todos en la comunidad. Y
no eran de agua de lluvia o copos de cristal de nieve, eran simplemente pequeñas
e inofensivas burbujas dejándose llevar por el viento polvoso del crepúsculo de
septiembre. ¿Alguien no las ha visto en su vida? No saben de lo que se han
perdido.
Nunca supo nadie la procedencia exacta de la inexplicable lluvia de esferas.
Fue un misterio que ya no se podrá descubrir, porque todos los de ese tiempo
hace mucho que fueron comida para los gusanos en el camposanto del pueblo.
En el sermón del siguiente domingo el cura no dijo nada, las autoridades
en la presidencia no registraron el incidente y a nadie le pegó la gana
siquiera escribir de las apariciones, tampoco de dibujar en montón a las
extrañas invasoras.
Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.
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