El libro de los
oficios
Por Humberto Payán
Fierro
“Aquí la gente sacaba cera de la candelilla. ¿Ves? Esas plantas son candelilla” ―me dijo mi padre mirando despacio de un lado a otro.
Este recuerdo infantil –una de tantas caminatas que hice con él– está cargado de asombros y de datos vacíos. Hoy no sé dónde está ese lugar ni qué hacíamos ahí nosotros dos. Estábamos lejos de la ciudad y recorríamos aquel pasaje solitario, casi desértico. Con asombro, trataba de imaginar que una familia pudiera haber vivido en esa casa abandonada –hecha de láminas de cartón negro–, sin ningún vecino a su alrededor.
Más asombros: ¿cómo supieron que la planta tiene cera?, ¿cómo sacaban la cera?, ¿para qué la querían? Seguramente mi padre me contestó, porque lo recuerdo acuclillado revisando con sus manos la yerba.
Sin duda, las caminatas fueron uno de los vínculos más amorosos que tuve con él durante su vida. Hoy todavía las interminables caminatas me siguen llenando de asombros y de datos vacíos. Hace poco descubrí que mi curiosidad por la gente que laboró en la Fundidora de Ávalos es tan solo una ramificación de aquella entrañable caminata.
La idea de describir oficios inverosímiles, extraños o desconocidos por la gente común surgió, como se puede adivinar, de la caminata a través del paisaje de la candelilla. A esta compilación de oficios se sumaron las pláticas de quienes laboraron en instituciones, fábricas, hospitales, teatros, cines; en fin, todos aquellos espacios desaparecidos, abandonados, transformados.
El domingo que relacioné la Fundidora de Ávalos con aquella caminata –recreada con retazos nostálgicos–, se debió a que durante el trayecto hacia el domicilio de don Marcelo apareció el persistente recuerdo del paisaje de la candelilla. Y así había sido cada vez que trataba de conversar con alguien, pero no le prestaba mucha atención a esta vaga relación: la candelilla y la taquillera del cine Variedades; la candelilla y el vendedor ambulante de “chapeteadas”; la candelilla y el hacedor de rompecabezas de alambre. Y muchas más candelillas.
Llegué temprano al domicilio de don Marcelo. Su hija me dijo que estaba dormido. Por su actitud tan reservada, comprendí que no quería que nadie interrumpiera el sueño de su padre. Me hizo tomar asiento, pero antes me preguntó si su padre tenía algún pendiente conmigo. Al hacer un recuento de mis continuas llamadas y de mis intentos de citas –pues siempre me había contestado ella–, tuve que explicarle acerca de mi inventada ocupación de compilador de oficios. Claro, por mi mente cruzó, como en otras tantas ocasiones, hablarle de la candelilla. Le aclaré que me unía cierta amistad con su padre desde hacía diez años. Y que, en una ocasión, él me había platicado sobre su trabajo en la Fundidora. En su rostro apareció una finísima sonrisa. No supe si le dio gusto saber de mi interés por su padre, o si le produje una sorpresa cómica al hablarle con entusiasmo de mi oficio.
Pensé que tal vez eso, ligado a tanta insistencia telefónica, pudiera provocarle más desconfianza; entonces, le hablé acerca de mi trabajo, de mi número de empleado, de mis horarios y otras certezas. Traté de convencerla de que era un trabajador normal y que recibía un salario normal. Y que como cualquier otro normal me quejaba de lo caro de la vida, de la creciente violencia. Con todas estas normalidades intentaba cubrir, inútilmente, lo anormal que pudiera parecer mi oficio. También estoy convencido de que, sin mis aburridas predisposiciones, me hubiera ahorrado explicaciones innecesarias.
Tras la espera, anuncié mi retiro. Antes de ponerme de pie, su marido –quien también había trabajado de químico en la Fundidora–, le dijo a su mujer que mi entrevista podía servirle de terapia a don Marcelo.
La intervención de él derivó en una explicación contundente sobre la postura tan reservada de ella. Tenían más de una semana instalados ahí debido a lo delicado de la enfermedad pulmonar de don Marcelo. “Antier lo dieron de alta”, dijo ella, poniéndose de pie. Se dirigió a la cocina para traernos café.
Su marido mostró curiosidad por mi oficio. Dijo, sin que le preguntara, que también él había trabajado en la Fundidora un par de años. Entonces, quise aprovecharme de las casualidades: su trabajo en la Fundidora había consistido en analizar las muestras provenientes de Santa Eulalia. La labor había consistido en determinar el contenido de oro y plata; y el del subproducto, el plomo.
Nos avisaron que don Marcelo ya había despertado y me estaba esperando. Su habitación parecía un improvisado cuarto de clínica.
Hacía más de seis meses que no nos veíamos. Le dije que lo había estado buscando en los encuentros deportivos escolares, y que me había extrañado mucho no encontrarlo.
Que desde hacía tiempo me debía una plática sobre su trabajo en la Fundidora. Había laborado allí de 1970 a 1988.
Antes de que me platicara los detalles de sus trabajos, quise decirle que de niños, los que no formábamos parte de los diversos círculos en torno a la Fundidora, no hacíamos ninguna distinción entre la imponente tronera –de franjas rojas y blancas– y Ávalos.
El recuento de sus 18 años en la Fundidora comenzó lentamente, con pausas largas y asaltos de tos.
―Cuando entré a trabajar ―dijo―, para mí era una empresa con mucha vida. Me encargaba del área administrativa. En esa época creció la planta. Se construyó la planta de zinc, se remodeló la casa de sacos, se etcétera.
De tanta información referente al trabajo de don Marcelo, que deberá formar parte de ese texto que provisionalmente he titulado El libro de los oficios, quisiera agregar dos frases sumamente relacionadas entre sí: “se emplomó” y “se acostó”.
Me platicó que la planta tenía problemas debido a la salud de los empleados. Específicamente, la respiración. “La gente se atendía; se usaban máscaras, pero no era lo adecuado. La gente se incapacitaba un mes y medio. Los controlaban. Regresaban al trabajo y luego volvían a caer. Y otra vez con leche y medicamento. Se les enchuecaban los huesos. La gente pasaba así un año como máximo y luego se acostaba”.
En mis cuadernos de notas se encuentran fotografías, anécdotas, descripciones, confesiones, consejos. Todo ello producto de las pláticas que don Marcelo me brindó como parte de su amistad.
Después de la última entrevista con don Marcelo, mis asombros y mis datos vacíos se parecían tanto a los de mi niñez que imaginé a mi padre, en el asiento del copiloto, contándome, con su mismo entusiasmo, el traído y llevado asunto de la candelilla.
Me dije a mí mismo –pero también para que lo oyera mi copiloto–, que el próximo entrevistado, ahora sí, sería un trabajador
de la candelilla.
Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por la New Mexico State University. Tiene un doctorado en literatura que cursó en España. Su escritura narrativa aparece en antologías y tiene publicado un libro de cuentos: El oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.
Muy interesante... Continuará?
ResponderEliminarPadrísimo texto, excelente maestro y narrador Humberto Payan. Saludos.
ResponderEliminarPadrísimo texto, excelente maestro y narrador Humberto Payan. Saludos.
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