Volver
a la Quinta
Por Humberto Payán Fierro
Nos gustaba contarnos fragmentos de historias
sobre aquel día lejano de nuestro noviazgo. Cada vez que se acercaba la fecha,
las historias se sucedían una a otra. Bastaba una frase, un gesto, una caricia
para iniciar una mini historia.
“No se me olvida la cara de la mujer”.
“¿Y cuando bajamos las escaleras?”.
“Como tú dices: fueron varios días. Empezó desde
que fuimos al estudio a firmar el contrato”.
Pero no únicamente recreábamos las breves
historias, habíamos aprendido, con los años, a trastocar los recuerdos de
diferentes maneras:
“¿Estás segura de que no nos vieron los
jardineros?”
“La fotógrafa sí se dio cuenta; se ha de haber
masturbado en su auto después de la sesión”.
Al final del tono amoroso, humorístico o
nostálgico de las historias, nos preguntábamos en silencio ‒y ocasionalmente en
voz alta‒ cómo habíamos creado ese día. Era
cierto, a pesar de nuestros intentos, no habíamos podido seguir nuestras
propias instrucciones para crear otro día semejante.
La fecha de la celebración estaba próxima y me
sentía perdido ‒caminando de la sección de perfumería
a la de ropa‒, sin encontrarme para decidir.
Así de perdido me sentía cuando soltaba frases imprecisas: “no tenemos tiempo
para nosotros”, “nos agota el estrés de lo cotidiano”, “tú y yo tenemos demasiado trabajo”, “los
niños no dejan hacer nada”. Y digo frases imprecisas porque ninguna me
convencía lo suficiente para tranquilizarme.
Martes. Desde
temprano se dirigió hacia las oficinas de la Quinta Gameros. Durante la noche
anterior, la feliz idea lo sostuvo en vela. “Influencias de la luna”. Así se lo
contaba así mismo. Solicitó, como adolescente nervioso, que le permitieran
realizar la sesión fotográfica de su boda en los jardines de la Quinta. La
desvelada estaba funcionando: le detalló a la encargada que en esos jardines,
durante la presentación de un libro, ellos se habían conocido allí. Y que esos
jardines, llenos de rosas…
Cuando entré a la librería, todavía me sentía
perdido. En ocasiones había llegado ahí con otro ánimo, con la certeza de
llevar conmigo lo que a ella le gustaba. El libro era un agregado mío, parte de
mi gusto solamente. Tal vez, revisando los títulos pudiera disipar mi desazón.
O que algo pasara. Más tarde regresé a
mi oficina con las manos vacías.
Otro día. En
el estudio fotográfico los atendió una de las dueñas. Se trataba de dos
hermanas que habían establecido un negocio cuya prosperidad se basaba en la
férrea disciplina, el trabajo honesto y el trato discreto. Esa mañana se
adivinaba que solo una se encontraba, porque los dejó solos, un momento, en el
pequeño recibidor. Lo que sucedió después, la novia lo ha platicado como “el
verbo que dio principio a la creación de ese día”.
Por la tarde recibí una llamada para
recordarme que me esperaban en la conferencia. La había olvidado completamente.
Hacía tiempo que ya no asistía a actividades obligadas o muy comprometidas. En
realidad ya no asistía a nada. Nuestros dos lugares de convivencia o
divertimento eran los restaurantes y los cines (un claro síntoma de aislamiento
aprendido desde los inicios de la violencia que luego se generalizó en el país).
En este caso eran viejas amistades a las que
me unían los años de soltería. La mesa redonda de los solitarios (como nos
identificábamos) se reunía para asistir a una conferencia. Llegué temprano. A
la entrada, tenían una muestra de publicaciones locales. Ahora sí había pasado
algo: un libro sobre la Quinta Gameros.
Jueves, tal
vez. Él asegura que ahí mismo, en el recibidor, empezó a buscar, con
naturalidad, su posición entre su novia y la dueña; que localizó la cámara; y
que se giró a sonreírle a su novia para darle la espalda a la dueña. Él no le
ponía atención a la dueña; su mirada traviesa se centraba en el rostro de su
novia (ella así lo recuerda, aunque lo ha platicado de muchas maneras). La
novia no podía ponerle atención a la dueña; sus sorprendidos ojos trataban de
alertar a su novio de que atrás de él estaba la dueña y arriba de ella el ojo
vigilante de la cámara. En cuanto salieron del estudio, ella inició, por
primera vez, caminando hacia el auto, con la recreación de las historias.
“Me tenías
de nervios. ¿Cómo se te ocurre hacerme eso? Me dieron ganas de salir corriendo,
de dejarte ahí solo con tu pene erecto fuera del pantalón”.
Y ya en el
auto, ella le acarició el ego: “¡Me tenías toda mojada, toca!”.
Mientras empezaba la conferencia, bromeaba con
mis compañeros. Apartamos nuestros lugares. Por supuesto, el mío en la orilla
más cercana a la salida. En cuanto iniciaron las presentaciones, le dije a mi
amigo que me iba a retirar temprano. Hizo una mueca de dolor. “No se vale,
viejito, te hemos esperado mucho tiempo”, me dijo en voz baja.
A pesar de mis prisas por revisar el libro,
empecé a disfrutar del momento. Mi mente vacilaba entre las palabras del
conferencista y las posibilidades que entrañaba nuestra celebración. Me
imaginaba una cena. Luego, el libro de la Quinta. Leí los datos de la portada: Centro Cultural Universitario/Quinta
Gameros/esplendor de un siglo.
Sin pensarlo más, hice el intento de
levantarme. Mi amigo me detuvo del antebrazo, se acercó más y me dijo que no
los olvidara. “Ya sabes, hay vino en mi casa al terminar la conferencia”.
Sábado, sin duda.
Esa tarde de primavera ‒desde el trayecto en auto del estudio
a la Quinta para continuar con la sesión‒, parecía que los novios ensayaban los
pormenores de su noche de luna y miel. Entre
ellos, para contarse sus historias, no escatiman ningún recurso, incluyendo lo
cursi. La fotógrafa se había adelantado, pues deseaba medir los espacios del
jardín. Desde la verja de la entrada principal, los novios vieron a la
fotógrafa observando detenidamente a su alrededor. Caminaron hacia ella. En ese
breve trayecto, lo único que se le ocurrió, para que ella se relajara, fue
decirle que él no llevaba ropa interior y que su erección se iba a notar mucho
a través de la tela del pantalón.
Durante las
pausas para desplazarse de un lugar a otro, el juego erótico ‒a través de
caricias furtivas, de frases susurradas frente a la cámara‒, convirtió
la sesión ‒siguiendo
con lo cursi‒ en un
preludio fantasioso de dos horas. La fotógrafa, a veces, apartaba su vista de
ellos para sugerir otro lugar. Y después de las tomas en las escalinatas
posteriores de la Quinta, se alejó hacia un apartado lugar del jardín, creyendo
que la novia estaba al inicio de un orgasmo bajo su luminoso vestido.
“Las hermanas fotógrafas tienen las tomas de
la cámara del estudio. Por las noches, las dos solteronas se ponen a verte.
Ahora eres parte de una película porno antigua”.
Estábamos en un restaurante de comida italiana
contándonos historias. Teníamos toda la tarde para nosotros. Le di el libro
envuelto en papel decorado con rosas. Había dejado al azar dónde íbamos a
hojearlo juntos. Sus páginas estaban llenas de fotografías para compartirlas.
Podíamos quedarnos en el restaurante y empezar a señalar con los dedos el
preciso lugar donde nos conocimos. O recordar las tomas que nos hicieron en las
escalinatas. Y si decidíamos regresar a
la casa, durante el camino le contaría que la Quinta también tenía su historia
de amor. O tal vez no alcanzáramos a llegar a casa y decidiéramos rentar un
cuarto de hotel.
Lo único que queríamos era volver a la Quinta.
Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por la New Mexico State University. Tiene un doctorado en literatura que cursó en España. Su escritura narrativa aparece en antologías y tiene publicado un libro de cuentos: El oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.
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