lunes, 28 de diciembre de 2020

Humberto Payán Fierro. Volver a la Quinta

 

Volver a la Quinta

 

 

Por Humberto Payán Fierro

 

 

Nos gustaba contarnos fragmentos de historias sobre aquel día lejano de nuestro noviazgo. Cada vez que se acercaba la fecha, las historias se sucedían una a otra. Bastaba una frase, un gesto, una caricia para iniciar una mini historia.

 

“No se me olvida la cara de la mujer”.

 

“¿Y cuando bajamos las escaleras?”.

 

“Como tú dices: fueron varios días. Empezó desde que fuimos al estudio a firmar el contrato”. 

 

Pero no únicamente recreábamos las breves historias, habíamos aprendido, con los años, a trastocar los recuerdos de diferentes maneras:

 

“¿Estás segura de que no nos vieron los jardineros?”

 

“La fotógrafa sí se dio cuenta; se ha de haber masturbado en su auto después de la sesión”.

 

Al final del tono amoroso, humorístico o nostálgico de las historias, nos preguntábamos en silencio y ocasionalmente en voz alta cómo habíamos creado ese día. Era cierto, a pesar de nuestros intentos, no habíamos podido seguir nuestras propias instrucciones para crear otro día semejante.

 

La fecha de la celebración estaba próxima y me sentía perdido caminando de la sección de perfumería a la de ropa, sin encontrarme para decidir. Así de perdido me sentía cuando soltaba frases imprecisas: “no tenemos tiempo para nosotros”, “nos agota el estrés de lo cotidiano”,  “tú y yo tenemos demasiado trabajo”, “los niños no dejan hacer nada”. Y digo frases imprecisas porque ninguna me convencía lo suficiente para tranquilizarme.

 

Martes. Desde temprano se dirigió hacia las oficinas de la Quinta Gameros. Durante la noche anterior, la feliz idea lo sostuvo en vela. “Influencias de la luna”. Así se lo contaba así mismo. Solicitó, como adolescente nervioso, que le permitieran realizar la sesión fotográfica de su boda en los jardines de la Quinta. La desvelada estaba funcionando: le detalló a la encargada que en esos jardines, durante la presentación de un libro, ellos se habían conocido allí. Y que esos jardines, llenos de rosas…

 

Cuando entré a la librería, todavía me sentía perdido. En ocasiones había llegado ahí con otro ánimo, con la certeza de llevar conmigo lo que a ella le gustaba. El libro era un agregado mío, parte de mi gusto solamente. Tal vez, revisando los títulos pudiera disipar mi desazón. O que algo pasara.  Más tarde regresé a mi oficina con las manos vacías.

 

Otro día. En el estudio fotográfico los atendió una de las dueñas. Se trataba de dos hermanas que habían establecido un negocio cuya prosperidad se basaba en la férrea disciplina, el trabajo honesto y el trato discreto. Esa mañana se adivinaba que solo una se encontraba, porque los dejó solos, un momento, en el pequeño recibidor. Lo que sucedió después, la novia lo ha platicado como “el verbo que dio principio a la creación de ese día”.

 

Por la tarde recibí una llamada para recordarme que me esperaban en la conferencia. La había olvidado completamente. Hacía tiempo que ya no asistía a actividades obligadas o muy comprometidas. En realidad ya no asistía a nada. Nuestros dos lugares de convivencia o divertimento eran los restaurantes y los cines (un claro síntoma de aislamiento aprendido desde los inicios de la violencia que luego se generalizó en el país).

 

En este caso eran viejas amistades a las que me unían los años de soltería. La mesa redonda de los solitarios (como nos identificábamos) se reunía para asistir a una conferencia. Llegué temprano. A la entrada, tenían una muestra de publicaciones locales. Ahora sí había pasado algo: un libro sobre la Quinta Gameros.

 

Jueves, tal vez. Él asegura que ahí mismo, en el recibidor, empezó a buscar, con naturalidad, su posición entre su novia y la dueña; que localizó la cámara; y que se giró a sonreírle a su novia para darle la espalda a la dueña. Él no le ponía atención a la dueña; su mirada traviesa se centraba en el rostro de su novia (ella así lo recuerda, aunque lo ha platicado de muchas maneras). La novia no podía ponerle atención a la dueña; sus sorprendidos ojos trataban de alertar a su novio de que atrás de él estaba la dueña y arriba de ella el ojo vigilante de la cámara. En cuanto salieron del estudio, ella inició, por primera vez, caminando hacia el auto, con la recreación de las historias.

 

“Me tenías de nervios. ¿Cómo se te ocurre hacerme eso? Me dieron ganas de salir corriendo, de dejarte ahí solo con tu pene erecto fuera del pantalón”.

 

Y ya en el auto, ella le acarició el ego: “¡Me tenías toda mojada, toca!”.

 

Mientras empezaba la conferencia, bromeaba con mis compañeros. Apartamos nuestros lugares. Por supuesto, el mío en la orilla más cercana a la salida. En cuanto iniciaron las presentaciones, le dije a mi amigo que me iba a retirar temprano. Hizo una mueca de dolor. “No se vale, viejito, te hemos esperado mucho tiempo”, me dijo en voz baja.

 

A pesar de mis prisas por revisar el libro, empecé a disfrutar del momento. Mi mente vacilaba entre las palabras del conferencista y las posibilidades que entrañaba nuestra celebración. Me imaginaba una cena. Luego, el libro de la Quinta. Leí los datos de la portada: Centro Cultural Universitario/Quinta Gameros/esplendor de un siglo.

 

Sin pensarlo más, hice el intento de levantarme. Mi amigo me detuvo del antebrazo, se acercó más y me dijo que no los olvidara. “Ya sabes, hay vino en mi casa al terminar la conferencia”.

 

Sábado, sin duda. Esa tarde de primavera desde el trayecto en auto del estudio a la Quinta para continuar con la sesión, parecía que los novios ensayaban los pormenores de su noche de luna y miel.  Entre ellos, para contarse sus historias, no escatiman ningún recurso, incluyendo lo cursi. La fotógrafa se había adelantado, pues deseaba medir los espacios del jardín. Desde la verja de la entrada principal, los novios vieron a la fotógrafa observando detenidamente a su alrededor. Caminaron hacia ella. En ese breve trayecto, lo único que se le ocurrió, para que ella se relajara, fue decirle que él no llevaba ropa interior y que su erección se iba a notar mucho a través de la tela del pantalón.

 

Durante las pausas para desplazarse de un lugar a otro, el juego erótico a través de caricias furtivas, de frases susurradas frente a la cámara, convirtió la sesión siguiendo con lo cursi en un preludio fantasioso de dos horas. La fotógrafa, a veces, apartaba su vista de ellos para sugerir otro lugar. Y después de las tomas en las escalinatas posteriores de la Quinta, se alejó hacia un apartado lugar del jardín, creyendo que la novia estaba al inicio de un orgasmo bajo su luminoso vestido.

 

“Las hermanas fotógrafas tienen las tomas de la cámara del estudio. Por las noches, las dos solteronas se ponen a verte. Ahora eres parte de una película porno antigua”.

 

Estábamos en un restaurante de comida italiana contándonos historias. Teníamos toda la tarde para nosotros. Le di el libro envuelto en papel decorado con rosas. Había dejado al azar dónde íbamos a hojearlo juntos. Sus páginas estaban llenas de fotografías para compartirlas. Podíamos quedarnos en el restaurante y empezar a señalar con los dedos el preciso lugar donde nos conocimos. O recordar las tomas que nos hicieron en las escalinatas. Y si  decidíamos regresar a la casa, durante el camino le contaría que la Quinta también tenía su historia de amor. O tal vez no alcanzáramos a llegar a casa y decidiéramos rentar un cuarto de hotel.

 

Lo único que queríamos era volver a la Quinta.

 









 

Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por la New Mexico State University. Tiene un doctorado en literatura que cursó en España. Su escritura narrativa aparece en antologías y tiene publicado un libro de cuentos: El oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.

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