La desaparición del tren
Por Humberto Payán Fierro
Cuando hacía frío, la calle se vaciaba a
medida que oscurecía. Y aunque era un barrio poblado por niños más chicos que
nosotros, esa tarde casi no había nadie jugando. Yo me sentía molesto porque ya
quedábamos pocos, y Polo no quería dejar que nos fuéramos. “No se metan, hay
que jugar a otra cosa”, les gritaba a quienes se alejaban sin hacerle caso.
Uno siente cuando lo atrayente del juego se ha
terminado.
De pronto, vi a la mamá de Polo que se
acercaba a nosotros, y comprendí el juego oculto de mi amigo.
Saludé a la señora e intenté alejarme con
discreta prisa, pero Polo, jugando, me rodeó del cuello con su brazo. “Ya nada
más quedamos tú y yo. ¿Vas a ir conmigo? ¡Vamos!”, me insistía, pero yo no le
contestaba; fingía que su brazo me apretaba tanto que no podía responderle. “¡Vamos!”,
repetía él.
A Polo no le gustaba ir a llevarle el “lonche”
a su padre. Y menos solo. Entre sus hermanos y él, se turnaban los días de la
semana. A todos, unas semanas les tocaba ir dos veces. Polo era muy odioso esos
días.
Cuando me soltó, tampoco le contesté. Hice un
gesto y nos encaminamos a la estación del ferrocarril. La colonia colindaba con
la hilera de casas de madera donde vivían ferrocarrileros o parientes de ellos.
Esas casas nos llamaban mucho la atención, por su tipo de construcción tan
diferente a nuestras viejas casas de adobe. En esa larga hilera había, en
determinadas partes, callejones para dar
acceso a las vías del ferrocarril.
Al llegar al final de las calles pavimentadas
de la colonia ‒para
atravesar por uno de los callejones‒, Polo
me enseñó otro juego oculto más. Su padre ya no estaba en la Estación, ahora
iríamos a la Casa Redonda. La había oído nombrar muchas veces. No tenía ni la
menor idea de lo que era, pero tampoco me atrevía a preguntarles a mis compañeros,
en su mayoría hijos de ferrocarrileros, por algo tan obvio. “Vamos y venimos
pronto. Le caminamos más rápido”, me dijo. Él sabía que ya no me devolvería,
pues estábamos atravesando uno de los callejones, o sea, “más allá que para
acá”.
En esa ruta desconocida, más lejana que cualquier
otra, lo primero que atrajo mi atención fueron las columnas de vapor que
brotaban de la tierra. Las columnas se espaciaban mucho unas de otras. Me
acerqué a la más próxima: tan solo se trataba de fugas desatendidas. Se
adivinaba que por debajo de la tierra se extendía una gruesa manguera negra. Levanté
la vista y me apresuré para alcanzar a Polo. Ocasionalmente miraba hacia atrás:
las columnas de vapor me recordaban las películas donde aparecían lugares
desconocidos.
Después caminamos a lo largo de una barda alta
y, lo peor, sin fin. Junto a ella se sentía menos el frío. La oscuridad me daba
la sensación de que me estaba alejando muchísimo de casa. No sabía si me
engañaba mi miedo o si realmente ya era muy tarde. De pronto, Polo dobló. Era
el espacio donde yo suponía que debía de haber un portón enorme. Al llegar ahí,
la tranquila silueta de un hombre, sentado a cierta distancia, se hizo presente
con un grito sereno. Y Polo, sin voltear hacia él, siguió caminando con paso
veloz. Le gritó el nombre de su padre. La silueta preguntó por mí y yo casi me
detuve; creí, aterrorizado, que no me iban a dejar pasar. “Viene conmigo”,
contestó Polo sin inmutarse. Aceleré el paso y traté de emparejarme.
En medio de mi única certeza, la noche,
apareció la caldera. Me quedé inmóvil, sin poder acercarme. Vi a Polo y a su padre;
atrás de ellos, esa inmensa mole llena de puro fuego vivo. Sentía que no me
podía ocultar en las pesadas sombras de la noche.
El padre recibió a Polo y volvió a sentarse en
una lata metálica. Este agarró otra y se sentó. No entendía lo que decían,
porque el fuego era tan intenso que bastaba con solo mirarlo para atraerme
hacia sus densas profundidades. Luego, veía cómo el papá revisaba la cena que
le había llevado Polo. El señor apartó lo que se iba a comer y el resto se lo regresó
a Polo en el envoltorio. Más tarde, destapó un frasco lleno de café y, después
de darle un trago, me hizo señas para que tomara asiento en otra lata.
“¿Cómo está tu mamá?” le preguntó a Polo. En
todo el entorno, faltaba mucha luz. Y por ningún lado veía la Casa Redonda que
me imaginaba. “Va estar bueno el frillito esta noche”. Polo parecía muy
distante. Creo que solo quería regresarse.
“Aquí es la Casa Redonda, muchacho” me dijo. “Aquí
se reparan las locomotoras”. Lo miré y luego dirigí mi vista hacia el indomable
fuego. Ya no quería saber nada de la Casa Redonda. Quería irme a casa.
“Esta es la caldera. Debe mantenerse siempre
prendida, de día y de noche. Y uno viene aquí para agarrar calorcito y luego a
seguirle. Aquí son muy frías las noches”.
Por un momento, traté de encontrar lo redondo
del lugar, pero mi miedo ‒debido a la
tardanza‒, hacía que perdiera rápido el
interés.
El papá de Polo alargaba las pausas y luego,
como si se hablara a sí mismo, retomaba lo del frío. “Esa máquina que está
allá, ¿la ven?, tiene que estar lista para mañana. Ahorita vamos a limpiarla,
porque está muy sucia, toda llena de aceite. No la han de haber dejado bien los
otros compadres. Se me hace que nos va a dar lata toda la noche. Y con este
frío. Así que yo creo que mejor se van a la casa”.
Durante el regreso, ahora Polo se quedaba
atrás. El miedo me hacía caminar muy rápido. Cuando llegamos a las casas de
madera bajé el paso, para que Polo me alcanzara. Estaba muy oscuro, pero me
daban más miedo los perros. Ladraban mucho.
―Te dio miedo la caldera, ¿verdad? ―me preguntó Polo en cuanto me alcanzó. Creí
que no se había dado cuenta.
―Oye, entonces, ¿los ferrocarrileros trabajan
todo el día y toda la noche? ―le pregunté para que dejara de molestarme.
―Hay tres turnos. Pero mi papá dice que son muy
flojos. Ahorita estaba solo. Cada rato lo dejan solo los ayudantes. Dice que
falla mucho la gente en este tiempo, porque en la Casa Redonda no se aguanta el
frío.
―¿Y tú, vas a ser maquinista? ―le pregunté. Nosotros creíamos que el mejor
trabajo del ferrocarril era conducir una locomotora.
―A mí no me gustan los trenes. Pero cuando esté
grande ya ni van a existir.
No le entendí. Jamás me hubiera imaginado que
algo tan grande pudiera desaparecer. En el ferrocarril hasta los tornillos eran
gigantes.
―Dice mi papá que ellos mismos se están
acabando la empresa. Que hay muchos robos de aceites, fierros, herramienta.
Ya en cama, esa noche, como muchas otras, oí
el silbato del tren. Me gustaba mucho. Las palabras finales de Polo se
repitieron después del silbato. Pero yo seguía sin creer que un día pudieran
desaparecer las locomotoras y sus silbatos.
Además, faltaba mucho para que fuéramos
grandes.
Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por la New Mexico State University. Tiene un doctorado en literatura que cursó en España. Su escritura narrativa aparece en antologías y tiene publicado un libro de cuentos: El oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.
No hay comentarios:
Publicar un comentario