lunes, 28 de diciembre de 2020

Tony Cazares. Las cruces del Cerro



Las cruces del Cerro

 

Por Tony Cazares

 

Por aquel tiempo anduve vuelto loco quebrándome la paciencia en solo un asunto: cómo impedir que el imbécil de mi hermano Tomás le propusiera matrimonio a mi amor, Irene. En tal mortificación estaba, cuando llegaron las respuestas en una carta escrita por mis tías de Chihuahua, esas viejas hipócritas y argüenderas que nomás nos hablaban cuando les convenía.

Este nuevo recado era por obligación: decía que al abuelo Crescencio se le ocurrió morirse de una caída en la regadera; encontraron su cuerpo allí encuerado sobre el agua, con una herida honda en medio de la nuca que pintarrajeaba el charco del color de su sangre.

La mandó mi tía Lorena en un papel cubierto con manchas de tinta corriéndose como si hubiera llorado mientras la escribía y sus lágrimas deshicieran las palabras. Solo al último se le entendió bien la letra: “Son tanto y tanto de los gastos fúnebres”. En el sobre también había una fotografía del abuelo apenas fallecido: con bigotes erizados, la boca entreabierta y las cejas fruncidas. Mamá entristeció diciendo que se había ido cansado; a mí se me figuró que marchó con el susto.

Para ser sincero, su pérdida no me removió nada. Lo conocí cuando era yo muy chico para hacerme tan solo de dos o tres recuerdos. En cambio los demás a cada rato contaban que yo lo quise mucho, que él me llevaba a juntar manzanas en una plaza con quién sabe qué nombre.

Pasó, sin embargo, que un compadre le dio cabida en sus negocios a mi papá, y lo cierto es que desde la mudanza me olvidé de todas aquellas cosas del abuelo. Ya más reciente supe que se volvió un viejito teporocho que se la amanecía tumbado sobre la banqueta, dando lástimas, con el sol pegándole en la cara hasta que la cruda le abría los ojos y lo hacía pensar que había despertado en el mero infierno por el calorón.

No sé si lo quise, solo sé que nunca me acordé mejor de su existencia como ayer, cuando estiró las patas.

En cualquier caso mi papá tiene la culpa. Según nos venimos a Santa Rosalía para que trabajara aquí poniendo gordos a los marranos del matadero, y resultó ser que ya crecidos nos dimos cuenta Tomás y yo que únicamente nos había traído porque una mujer de la que estuvo siempre enamorado enviudó joven. Al último terminó pelándose con la otra fulana e hizo familia. De ahí en adelante se desentendía, si de casualidad daba con nosotros por el pueblo.

Nos contó mi madre que al abuelo se le hinchó la lengua de tanto decirle que la iban a cambiar por cualquiera, por una vieja cusca que pasara meneándole las nalgas a mi papá. Por eso ahora que se murió no tuvo ganas de ir al velorio a que todas sus hermanas la pendejearan con lo mismo. Ella dice que no es eso, pero yo la conozco. No me engaña, aunque tenga bastante cabeza para inventarse pretextos.    

─Vayan ustedes, hijos, se los pido ─sollozó mamá─. Vayan en nombre mío y digan que no pude ir porque de la tristeza me dieron unos dolores aquí en el corazón. No vaya a ser que viéndolo allí quieto sobre su caja me dé el infarto. Díganles, por favor, que no toleraría encontrarlo así.

 ─Que vaya Jorge, yo estoy ocupado ─dijo Tomás─. Acuérdate que la noche en que lo velan será catorce de febrero; estaré con Irene, tengo algo que decirle.

─A mí no me convencen de ir solo ─contesté─. Además, tú eres el que conoce para manejar hasta allá. Vas cada mes, disque a llevar esa carne de vaca roñosa.

─Sí. En eso trabajo ─dijo Tomás.

─¿Y por tu abuelo no puedes ir? ─le preguntó mamá.

Él solo me miró con su cara de perro; en sus ojos de balazo yo leía las mil mentadas de madre que hacía para mí dentro de su consciencia.

─La parte que te toca ─le dije.

─ ¿Qué? ─contestó Tomás.

─Que es la parte que te toca hacer por la familia.

─Así es ─intercedió mamá.

Aquel día mi único pensamiento fue Irene. En mi memoria repetí la vez que nos conocimos sobre la cerca del matadero. Éramos unos niños que se asustaron juntos al escuchar la crueldad con la que sus padres mataban a un marrano. Ella es la hija del dichoso amigo de mi papá. Esperando a que cerrara el negocio, acerté en descubrirla. Jugábamos entre la tierra a formar caminos para aventar trompos que no podían bailar, y de repente pegó el animal un chillido que la hizo abrazarme del puro reflejo, por aferrarse de algo. No sabíamos entonces que la muerte fuera tan escandalosa.  

La única desgracia de ese día fue que el castroso de Tomás salió arrebatado desde la cabaña. Estaba emocionado porque atestiguó el acto sanguinario. Aunque nomás vio cómo me abrazaba Irene y se puso a temblar para hacerse también el sufrido. Todavía el muy ojete iba sonriéndome mientras ella lo abrazó. Aquella sonrisa era la misma con la que me dijo que el catorce de febrero le propondría matrimonio: era un gesto para burlarse de mi derrota.

Si Tomás fuera un hombre con Irene, me retiraba. Lo cierto es que la conozco más que él. Ella sabe en el fondo que yo era la persona de quién debió de haberse enamorado. No Tomás. Esa basura que la menosprecia y que solo se acuerda de su amor cuando le conviene, el que no la deja ser como es, el mismo que se va a Chihuahua disque por el trabajo y nomás no recala hasta que el remordimiento lo devuelve.

Por mí que se vaya mucho al cabrón. Él aprovecha cada oportunidad para andar jode y jode con que mi madre me dio todo el dinero que sobraba, las atenciones enteras, los juguetes buenos, el amor completo. No se pone a pensar que yo estaba más chico que él cuando nuestro padre nos abandonó. La preferencia fue para no resentir. Lo que sí resiento a cada día es aquello verdaderamente mío que no tengo, y sin embargo, él no sabe que durante esas noches en que se desaparece, salgo a escondidas para adueñarme del amor de Irene.

Ella me dice que a estas alturas no puede hacer semejante desaire, no tiene la desvergüenza necesaria para revelar lo que en realidad le dicta el corazón. Por eso supe una cosa: ya me quería. Solo era cuestión de hallar palabras para convencerla de irse conmigo a un cachito del mundo donde cupiéramos los dos, sin el juicio de los demás.

Escribí mi confesión sabiendo que solo tenía una chance. Se la iba a leer tras regresar del velorio del abuelo Crescencio, pero no contaba con las impertinencias de Tomás. Yo apenas andaba subiéndome a la camioneta cuando veo un ramo de veintitantas rosas sobre el asiento del copiloto.

─Flétate pa’tras ─me dijo.

─ ¿Por qué?

─Porque Irene viene con nosotros a Chihuahua.

─¿Qué te pasa, Tomás? Pues si es un funeral. ¿Estás tonto? Ni conoce a la familia de allá, ¿cómo vas a llevarla al luto? No es tu mujer todavía.

─Todavía.

Pasamos por Irene a su casa. Venía de negro, tan preciosa hasta para enfrentar tristezas. Me saludó y habló como se trata a un cuñado, pero en el centro de sus miradas el cuñado era otro. Dispuso aceptar las rosas, señalando tan solo que no debió de tener tal detalle en el día en que velaban a su difunto abuelo (aún si era San Valentín).

Tomás la ignoró, echó a andar la camioneta y metió canciones de carretera en el estéreo. Por extrañeza, la pasábamos bien en nuestra hipocresía, hasta que se me ocurrió decir que a Irene le agradaban más los girasoles.

─ ¿Y tú por qué sabes eso? ─preguntó Tomás, receloso─. Ya me tienes harto, siempre quejándote de cualquier cosa.

─Porque la conozco mejor que tú ─le dije─. Por eso lo sé. Ponle más atención, capaz en una de esas se te va con otro.

─No recuerdo haberte dado el derecho de opinar, pinche metiche.

─Están muy bonitas las rosas, amor ─interrumpió Irene.

─Si sigues de metiéndote en lo que no te importa te voy a dejar aquí tirado en medio de la carretera ─me dijo Tomás, ignorándola a ella mientras refrenó la camioneta en seco.

Curiosamente lo que sucedió fue que una joven, a la que no habíamos visto, estaba pidiendo raid en medio de la calle. Se detuvo al lado de la puerta de Irene, preguntó si íbamos a Chihuahua; mencionó que ella iría para allá a ver a su madre y que llevaba horas sobre la capilla del monte pidiendo que la llevaran.

─Es que soy de aquí, de un pueblito que está escondido allá atrás. Como allí no pasa ningún camión, a veces tengo que hacer estas cosas para ir a ver a mi madre. Soy enfermera y me mandaron hace rato para acá. No sé si puedan llevarme ─dijo ella para todos, viéndome solo a mí.

─Súbete entonces ─le dijo Tomás.

Hubo una pausa incómoda. El coraje de la discusión se quedó pasmado en el aire.

─¿Y no te da miedo con tanta inseguridad? ─preguntó Tomás, rompiendo el hielo.

Noté que Irene le pellizcó la pierna.

─No pasa nada ─respondió Lucía. Así había dicho que se llamaba.

Acaso estuviera confiada porque no existía tanta diferencia desde donde la subimos. Lo que sobraba de carretera eran los puros caminos enredados entre los cerros. Así es la entrada de Chihuahua, un paseo entre los barrancos. De noche, la ciudad empieza a distinguirse por las infinitas farolas que iluminan la tierra. Es diferente de día, cuando lo más noble que se distingue son las águilas que andan por lo alto volando en círculos. Yo digo que si uno se muere allí, no se tarda mucho en que se le lleguen los animales al cuerpo.  

Para mi sorpresa, encontraba algo peculiar e indescifrable en Lucía, como si su esencia y su comportamiento no concordaran. Se reía de linda manera, con unas pupilas cafés cobrizas que te hacían enternecer. Sin embargo, al mirarlas ya con mayor detenimiento, uno iba sintiéndose perturbado por ellas. Se sentía como si su mirada me volteara las tripas pa’ fuera y que le daba por husmear en mis entrañas todas mis maldades.

Decidí ignorar mis absurdos prejuicios. Al final de cuentas Lucía era una muchacha bonita en modos y físicamente. Intuía su interés por mí. Se la pasó sacándome plática sobre lo que me gustaba hacer. Tal vez fuera eso. Tal vez solo se limitaba a conversar conmigo desde que se abrumó por la atmosfera de pareja que había en los otros dos. Yo le hacía caso por respeto, aunque en el fondo me incomodara atenderla a ella y a su vez estar pegando la oreja en lo que se decían Tomás e Irene. En fin. No era como si de buenas a primeras le dijera a Lucía “cierra el hocico, que quiero evitar que mi hermano se case con la mujer que amo”.

─Oye, amor ─escuché de Tomás decirle a Irene─, hace meses quería decirte algo. A lo mejor no es el momento ni en el espacio adecuado para pedírtelo. Pero a estos tiempos ya no me importa. ¿Te parece si en la noche hablamos de esto?

─Sí, está bien ─respondió Irene.

Por mi parte iban creciéndome unas ganas de llorar, una furia que se me amarraba al estómago. Del puro enojo me puse a pensar en las cosas, y me bastó revisarlas un único instante para soltarle un derechazo a Tomás desde la parte trasera de la camioneta.

─¡Qué te pasa! ─gritó, revirando entre mareos mientras el auto se arrimaba al otro carril.

─ ¡El tráiler! ─gritó Irene.

Con suerte, Tomás pudo dar la vuelta al carro y solo quedamos patinándonos en el terregal que bordeaba la carretera, mientras se oía el ruidajo que hizo el claxon del tráiler. Se me agudizaron los sentidos por la adrenalina, escuchaba todos los ruidos de lejos y sufría delirios con la voz de Lucía. Ella me tomó de la mano diciéndome que no se dan terceras oportunidades. No entendí entonces. Los puñetazos de Tomás que me dio luego de bajarme del auto fue lo que me devolvió la consciencia al mundo.

Irene le pedía a gritos que me dejara y, cuando al fin tuvo misericordia de mí, Lucía corrió a darme auxilios.

─¡Por qué chingados hiciste eso!

─Porque no te puedes casar con Irene, ella me quiere a mí ─dije yo. Entretanto sentía la sangre escurrirme por el rostro.

─Eso no es cierto ─dijo Irene con la voz temblequeando.

─ Dime tú, Tomás. ¿Tampoco es cierto que tiene un lunar en forma de estrella sobre el pecho? Lo que pasa es que no quiere reconocer lo que siente por mí.

Tomás se puso a mirarla con la vista cansada, se veía que estaba a punto de llorar. Subió al auto cuando todos estábamos abajo y solo se dirigió a Lucía.

─ ¿Y tú te vas o te quedas?

─Me quedó, para curarlo ─dijo.

El carro arrancó. Irene se arrodilló en mi cuerpo tieso y dijo lo que jamás pensaba escuchar de su boca, mencionó que no había dejado nunca querer a Tomás, y que todo lo que pasaba entre nosotros no era más que el consuelo de las noches en que él se iba lejos, por el trabajo.

Lo primero que mire cuando me sentó Lucía fueron dos cruces sobre lo alto del cerro. Pensé que lo único peor que lo sucedido sería el destino que siguieron aquellos.

─ ¿Te quedarías conmigo? ─dijo Lucía.

─ ¿Qué?

─ Que si vienes a quedarte esta noche en un lugar cerca de aquí. Lo conozco bien. Nos darán cabida. Es cuestión nomás de llegar.

─Creo que no tengo más opción.

─Y creo que Irene tampoco las tiene.

Fuimos a pasar el resto de la tarde en donde nos dijo Lucía. Irene iba detrás de nosotros, lejos de mi presencia. El lugar estaba cuesta abajo, en una de las casitas escombradas de los suburbios que ya eran de Chihuahua. Se parecía a un hospicio largo y abandonado, con bastantes habitaciones. La puerta principal crujía al abrirse y no se cerró. Sentí extrañeza al mirar cómo Lucía abrió como si fuera su casa. En el zaguán nadie estaba, ruidos raros disfrazándose del silencio.

─No crean que estamos allanando un hogar. Lo que pasa es que la gente de aquí ya está muy perdida. Déjenme nomas los buscó para avisarles.

Al rato volvió para decirnos que ya había cumplido con el aviso.

─Tú te quedas en este cuarto ─le dijo a Irene. ─Por mentirosa.

Yo me reí de la forma en que tomó la situación. No pensaba en nada, más que en volver a casa a mirar la cara enojada de mamá, cuando en eso ella logró sacarme una sonrisa. Lo tomé con ligereza.

─Tú y yo nos quedamos en el último.

Yo acepté con gusto, intuyendo lo que insinuaba. Caminamos por el largo pasillo cuando de repente nos topamos con un viejito tumbado sobre el suelo, enseguida de una botella de whisky. Estaba gritando rezos, pidiéndole perdón a Dios de quien sabe qué cosas.

─Ya te dije que eso no te servirá en nada ─le dijo Lucía.

Yo me acerque para decirle que lo auxiliara, que se le veía bastante mal. Para mí sorpresa lo reconocí entre las penumbras. Era mi abuelo.

─ ¿Qué está sucediendo? ─le dije a Lucía, con temor.

Detrás de ella, la puerta principal se veía cerrándose. En ella se veía la imagen del auto destrozado, y, en el interior, la vida de Tomás corriendo de un hilo.

─Tú te quedas conmigo en el último cuarto ─me dijo. ─Por traidor.

 

 





Tony Cazares, Marco Antonio Zubia Cazares, estudia Derecho en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica cuentos en su blog de Facebook y en otras redes sociales.

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