Las cruces del
Cerro
Por Tony Cazares
Por aquel tiempo
anduve vuelto loco quebrándome la paciencia en solo un asunto: cómo impedir que
el imbécil de mi hermano Tomás le propusiera matrimonio a mi amor, Irene. En
tal mortificación estaba, cuando llegaron las respuestas en una carta escrita
por mis tías de Chihuahua, esas viejas hipócritas y argüenderas que nomás nos
hablaban cuando les convenía.
Este nuevo recado
era por obligación: decía que al abuelo Crescencio se le ocurrió morirse de una
caída en la regadera; encontraron su cuerpo allí encuerado sobre el agua, con
una herida honda en medio de la nuca que pintarrajeaba el charco del color de
su sangre.
La mandó mi tía
Lorena en un papel cubierto con manchas de tinta corriéndose como si hubiera
llorado mientras la escribía y sus lágrimas deshicieran las palabras. Solo al
último se le entendió bien la letra: “Son tanto y tanto de los gastos
fúnebres”. En el sobre también había una fotografía del abuelo apenas
fallecido: con bigotes erizados, la boca entreabierta y las cejas fruncidas. Mamá
entristeció diciendo que se había ido cansado; a mí se me figuró que marchó con
el susto.
Para ser sincero,
su pérdida no me removió nada. Lo conocí cuando era yo muy chico para hacerme tan
solo de dos o tres recuerdos. En cambio los demás a cada rato contaban que yo
lo quise mucho, que él me llevaba a juntar manzanas en una plaza con quién sabe
qué nombre.
Pasó, sin
embargo, que un compadre le dio cabida en sus negocios a mi papá, y lo cierto
es que desde la mudanza me olvidé de todas aquellas cosas del abuelo. Ya más
reciente supe que se volvió un viejito teporocho que se la amanecía tumbado
sobre la banqueta, dando lástimas, con el sol pegándole en la cara hasta que la
cruda le abría los ojos y lo hacía pensar que había despertado en el mero infierno
por el calorón.
No sé si lo
quise, solo sé que nunca me acordé mejor de su existencia como ayer, cuando
estiró las patas.
En cualquier caso
mi papá tiene la culpa. Según nos venimos a Santa Rosalía para que trabajara
aquí poniendo gordos a los marranos del matadero, y resultó ser que ya crecidos
nos dimos cuenta Tomás y yo que únicamente nos había traído porque una mujer de
la que estuvo siempre enamorado enviudó joven. Al último terminó pelándose con
la otra fulana e hizo familia. De ahí en adelante se desentendía, si de
casualidad daba con nosotros por el pueblo.
Nos contó mi
madre que al abuelo se le hinchó la lengua de tanto decirle que la iban a
cambiar por cualquiera, por una vieja cusca que pasara meneándole las nalgas a
mi papá. Por eso ahora que se murió no tuvo ganas de ir al velorio a que todas
sus hermanas la pendejearan con lo mismo. Ella dice que no es eso, pero yo la
conozco. No me engaña, aunque tenga bastante cabeza para inventarse pretextos.
─Vayan ustedes,
hijos, se los pido ─sollozó mamá─. Vayan en nombre mío y digan que no pude ir
porque de la tristeza me dieron unos dolores aquí en el corazón. No vaya a ser
que viéndolo allí quieto sobre su caja me dé el infarto. Díganles, por favor,
que no toleraría encontrarlo así.
─Que vaya Jorge, yo estoy ocupado ─dijo Tomás─.
Acuérdate que la noche en que lo velan será catorce de febrero; estaré con
Irene, tengo algo que decirle.
─A mí no me
convencen de ir solo ─contesté─. Además, tú eres el que conoce para manejar hasta
allá. Vas cada mes, disque a llevar esa carne de vaca roñosa.
─Sí. En eso
trabajo ─dijo Tomás.
─¿Y por tu abuelo
no puedes ir? ─le preguntó mamá.
Él solo me miró
con su cara de perro; en sus ojos de balazo yo leía las mil mentadas de madre
que hacía para mí dentro de su consciencia.
─La parte que te
toca ─le dije.
─ ¿Qué? ─contestó
Tomás.
─Que es la parte
que te toca hacer por la familia.
─Así es ─intercedió
mamá.
Aquel día mi
único pensamiento fue Irene. En mi memoria repetí la vez que nos conocimos
sobre la cerca del matadero. Éramos unos niños que se asustaron juntos al
escuchar la crueldad con la que sus padres mataban a un marrano. Ella es la
hija del dichoso amigo de mi papá. Esperando a que cerrara el negocio, acerté
en descubrirla. Jugábamos entre la tierra a formar caminos para aventar trompos
que no podían bailar, y de repente pegó el animal un chillido que la hizo
abrazarme del puro reflejo, por aferrarse de algo. No sabíamos entonces que la
muerte fuera tan escandalosa.
La única
desgracia de ese día fue que el castroso de Tomás salió arrebatado desde la
cabaña. Estaba emocionado porque atestiguó el acto sanguinario. Aunque nomás
vio cómo me abrazaba Irene y se puso a temblar para hacerse también el sufrido.
Todavía el muy ojete iba sonriéndome mientras ella lo abrazó. Aquella sonrisa
era la misma con la que me dijo que el catorce de febrero le propondría
matrimonio: era un gesto para burlarse de mi derrota.
Si Tomás fuera un
hombre con Irene, me retiraba. Lo cierto es que la conozco más que él. Ella
sabe en el fondo que yo era la persona de quién debió de haberse enamorado. No
Tomás. Esa basura que la menosprecia y que solo se acuerda de su amor cuando le
conviene, el que no la deja ser como es, el mismo que se va a Chihuahua disque
por el trabajo y nomás no recala hasta que el remordimiento lo devuelve.
Por mí que se
vaya mucho al cabrón. Él aprovecha cada oportunidad para andar jode y jode con
que mi madre me dio todo el dinero que sobraba, las atenciones enteras, los
juguetes buenos, el amor completo. No se pone a pensar que yo estaba más chico
que él cuando nuestro padre nos abandonó. La preferencia fue para no resentir.
Lo que sí resiento a cada día es aquello verdaderamente mío que no tengo, y sin
embargo, él no sabe que durante esas noches en que se desaparece, salgo a
escondidas para adueñarme del amor de Irene.
Ella me dice que
a estas alturas no puede hacer semejante desaire, no tiene la desvergüenza
necesaria para revelar lo que en realidad le dicta el corazón. Por eso supe una
cosa: ya me quería. Solo era cuestión de hallar palabras para convencerla de
irse conmigo a un cachito del mundo donde cupiéramos los dos, sin el juicio de
los demás.
Escribí mi
confesión sabiendo que solo tenía una chance. Se la iba a leer tras regresar
del velorio del abuelo Crescencio, pero no contaba con las impertinencias de
Tomás. Yo apenas andaba subiéndome a la camioneta cuando veo un ramo de
veintitantas rosas sobre el asiento del copiloto.
─Flétate pa’tras
─me dijo.
─ ¿Por qué?
─Porque Irene
viene con nosotros a Chihuahua.
─¿Qué te pasa, Tomás?
Pues si es un funeral. ¿Estás tonto? Ni conoce a la familia de allá, ¿cómo vas
a llevarla al luto? No es tu mujer todavía.
─Todavía.
Pasamos por Irene
a su casa. Venía de negro, tan preciosa hasta para enfrentar tristezas. Me
saludó y habló como se trata a un cuñado, pero en el centro de sus miradas el
cuñado era otro. Dispuso aceptar las rosas, señalando tan solo que no debió de
tener tal detalle en el día en que velaban a su difunto abuelo (aún si era San
Valentín).
Tomás la ignoró,
echó a andar la camioneta y metió canciones de carretera en el estéreo. Por
extrañeza, la pasábamos bien en nuestra hipocresía, hasta que se me ocurrió
decir que a Irene le agradaban más los girasoles.
─ ¿Y tú por qué
sabes eso? ─preguntó Tomás, receloso─. Ya me tienes harto, siempre quejándote de
cualquier cosa.
─Porque la
conozco mejor que tú ─le dije─. Por eso lo sé. Ponle más atención, capaz en una
de esas se te va con otro.
─No recuerdo
haberte dado el derecho de opinar, pinche metiche.
─Están muy
bonitas las rosas, amor ─interrumpió Irene.
─Si sigues de
metiéndote en lo que no te importa te voy a dejar aquí tirado en medio de la
carretera ─me dijo Tomás, ignorándola a ella mientras refrenó la camioneta en
seco.
Curiosamente lo
que sucedió fue que una joven, a la que no habíamos visto, estaba pidiendo raid
en medio de la calle. Se detuvo al lado de la puerta de Irene, preguntó si
íbamos a Chihuahua; mencionó que ella iría para allá a ver a su madre y que llevaba
horas sobre la capilla del monte pidiendo que la llevaran.
─Es que soy de
aquí, de un pueblito que está escondido allá atrás. Como allí no pasa ningún
camión, a veces tengo que hacer estas cosas para ir a ver a mi madre. Soy
enfermera y me mandaron hace rato para acá. No sé si puedan llevarme ─dijo ella
para todos, viéndome solo a mí.
─Súbete entonces
─le dijo Tomás.
Hubo una pausa
incómoda. El coraje de la discusión se quedó pasmado en el aire.
─¿Y no te da
miedo con tanta inseguridad? ─preguntó Tomás, rompiendo el hielo.
Noté que Irene le
pellizcó la pierna.
─No pasa nada ─respondió
Lucía. Así había dicho que se llamaba.
Acaso estuviera
confiada porque no existía tanta diferencia desde donde la subimos. Lo que
sobraba de carretera eran los puros caminos enredados entre los cerros. Así es
la entrada de Chihuahua, un paseo entre los barrancos. De noche, la ciudad
empieza a distinguirse por las infinitas farolas que iluminan la tierra. Es
diferente de día, cuando lo más noble que se distingue son las águilas que
andan por lo alto volando en círculos. Yo digo que si uno se muere allí, no se
tarda mucho en que se le lleguen los animales al cuerpo.
Para mi sorpresa,
encontraba algo peculiar e indescifrable en Lucía, como si su esencia y su
comportamiento no concordaran. Se reía de linda manera, con unas pupilas cafés
cobrizas que te hacían enternecer. Sin embargo, al mirarlas ya con mayor
detenimiento, uno iba sintiéndose perturbado por ellas. Se sentía como si su
mirada me volteara las tripas pa’ fuera y que le daba por husmear en mis
entrañas todas mis maldades.
Decidí ignorar
mis absurdos prejuicios. Al final de cuentas Lucía era una muchacha bonita en
modos y físicamente. Intuía su interés por mí. Se la pasó sacándome plática
sobre lo que me gustaba hacer. Tal vez fuera eso. Tal vez solo se limitaba a
conversar conmigo desde que se abrumó por la atmosfera de pareja que había en los
otros dos. Yo le hacía caso por respeto, aunque en el fondo me incomodara
atenderla a ella y a su vez estar pegando la oreja en lo que se decían Tomás e
Irene. En fin. No era como si de buenas a primeras le dijera a Lucía “cierra el
hocico, que quiero evitar que mi hermano se case con la mujer que amo”.
─Oye, amor
─escuché de Tomás decirle a Irene─, hace meses quería decirte algo. A lo mejor no
es el momento ni en el espacio adecuado para pedírtelo. Pero a estos tiempos ya
no me importa. ¿Te parece si en la noche hablamos de esto?
─Sí, está bien ─respondió
Irene.
Por mi parte iban
creciéndome unas ganas de llorar, una furia que se me amarraba al estómago. Del
puro enojo me puse a pensar en las cosas, y me bastó revisarlas un único
instante para soltarle un derechazo a Tomás desde la parte trasera de la
camioneta.
─¡Qué te pasa! ─gritó,
revirando entre mareos mientras el auto se arrimaba al otro carril.
─ ¡El tráiler! ─gritó
Irene.
Con suerte, Tomás
pudo dar la vuelta al carro y solo quedamos patinándonos en el terregal que
bordeaba la carretera, mientras se oía el ruidajo que hizo el claxon del
tráiler. Se me agudizaron los sentidos por la adrenalina, escuchaba todos los
ruidos de lejos y sufría delirios con la voz de Lucía. Ella me tomó de la mano
diciéndome que no se dan terceras oportunidades. No entendí entonces. Los
puñetazos de Tomás que me dio luego de bajarme del auto fue lo que me devolvió
la consciencia al mundo.
Irene le pedía a
gritos que me dejara y, cuando al fin tuvo misericordia de mí, Lucía corrió a
darme auxilios.
─¡Por qué
chingados hiciste eso!
─Porque no te
puedes casar con Irene, ella me quiere a mí ─dije yo. Entretanto sentía la
sangre escurrirme por el rostro.
─Eso no es cierto
─dijo Irene con la voz temblequeando.
─ Dime tú, Tomás.
¿Tampoco es cierto que tiene un lunar en forma de estrella sobre el pecho? Lo
que pasa es que no quiere reconocer lo que siente por mí.
Tomás se puso a
mirarla con la vista cansada, se veía que estaba a punto de llorar. Subió al
auto cuando todos estábamos abajo y solo se dirigió a Lucía.
─ ¿Y tú te vas o
te quedas?
─Me quedó, para
curarlo ─dijo.
El carro arrancó.
Irene se arrodilló en mi cuerpo tieso y dijo lo que jamás pensaba escuchar de
su boca, mencionó que no había dejado nunca querer a Tomás, y que todo lo que
pasaba entre nosotros no era más que el consuelo de las noches en que él se iba
lejos, por el trabajo.
Lo primero que
mire cuando me sentó Lucía fueron dos cruces sobre lo alto del cerro. Pensé que
lo único peor que lo sucedido sería el destino que siguieron aquellos.
─ ¿Te quedarías
conmigo? ─dijo Lucía.
─ ¿Qué?
─ Que si vienes a
quedarte esta noche en un lugar cerca de aquí. Lo conozco bien. Nos darán
cabida. Es cuestión nomás de llegar.
─Creo que no
tengo más opción.
─Y creo que Irene
tampoco las tiene.
Fuimos a pasar el
resto de la tarde en donde nos dijo Lucía. Irene iba detrás de nosotros, lejos
de mi presencia. El lugar estaba cuesta abajo, en una de las casitas
escombradas de los suburbios que ya eran de Chihuahua. Se parecía a un hospicio
largo y abandonado, con bastantes habitaciones. La puerta principal crujía al
abrirse y no se cerró. Sentí extrañeza al mirar cómo Lucía abrió como si fuera
su casa. En el zaguán nadie estaba, ruidos raros disfrazándose del silencio.
─No crean que
estamos allanando un hogar. Lo que pasa es que la gente de aquí ya está muy
perdida. Déjenme nomas los buscó para avisarles.
Al rato volvió
para decirnos que ya había cumplido con el aviso.
─Tú te quedas en este
cuarto ─le dijo a Irene. ─Por mentirosa.
Yo me reí de la
forma en que tomó la situación. No pensaba en nada, más que en volver a casa a
mirar la cara enojada de mamá, cuando en eso ella logró sacarme una sonrisa. Lo
tomé con ligereza.
─Tú y yo nos
quedamos en el último.
Yo acepté con
gusto, intuyendo lo que insinuaba. Caminamos por el largo pasillo cuando de
repente nos topamos con un viejito tumbado sobre el suelo, enseguida de una
botella de whisky. Estaba gritando rezos, pidiéndole perdón a Dios de quien
sabe qué cosas.
─Ya te dije que
eso no te servirá en nada ─le dijo Lucía.
Yo me acerque
para decirle que lo auxiliara, que se le veía bastante mal. Para mí sorpresa lo
reconocí entre las penumbras. Era mi abuelo.
─ ¿Qué está
sucediendo? ─le dije a Lucía, con temor.
Detrás de ella,
la puerta principal se veía cerrándose. En ella se veía la imagen del auto
destrozado, y, en el interior, la vida de Tomás corriendo de un hilo.
─Tú te quedas
conmigo en el último cuarto ─me dijo. ─Por traidor.
Tony Cazares, Marco Antonio Zubia Cazares, estudia Derecho en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica cuentos en su blog de Facebook y en otras redes sociales.
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