sábado, 5 de diciembre de 2020

José Alberto Díaz. KFD

 

Sáb/ jad

KFD

 

 

 

Por José Alberto Díaz

 

 

 

Mi alarma canina me despierta cuando despunta el alba, un Husky siberiano apoyando sus patas delanteras sobre la ventana de mi alcoba mientras ladra –más enérgico e insistente que de costumbre– con autoridad.

Innuk no me levanta porque le preocupe mi puntualidad laboral; lo hace porque, invariablemente, aunque llueva o haga un calor insoportable, los dos salimos a dar un paseo en cuanto comienzan a menguar las tinieblas. Voy al patio; Innuk gira en trescientos sesenta grados, alegre y juguetón, al ver la correa que agito frente a él.  

Ya en las calles casi vacías, silentes como la calma antes de la tormenta –próxima a ser representada por el bullicio de automóviles apilados en el asfalto–, Innuk avanza a mi izquierda olfateándolo todo a su paso. Trata de adelantarme como siempre, forcejeo para mantenerlo a mi lado. Macho alfa, territorial, se orina en cada arbusto, en cada recoveco, cada jardín, hasta en los jazmines y geranios. Me sorprende la cuantiosa secreción acumulada en su vejiga, siempre guarda un chorro para reclamar el sitio que –según él– le pertenece. A veces gruñe y echa tierra con sus patas posteriores justo donde orina, como si fuera parte de un rito ancestral, insondable para los humanos.

Pronto arribamos a la plaza de armas, rodeada por calles donde las personas pueden transitar libremente. Algunos puestos de comida ya están abriendo; entre ellos, el Burger Plaza, célebre por su receta secreta, no por la calidad de las hamburguesas, cuya carne, según mitos y rumores citadinos, proviene de gatos. Quizá, es probable. Cuando el río suena, agua lleva.

La primera y única vez que me atreví a comer en ese puesto, había unos félidos regordetes jugando muy cerca. El parrillero no dejaba de mirarlos mientras cocía la carne aplanada; mejor dicho, tenía puesto un ojo al gato y otro al garabato. En cuanto preparó mi pedido, me alejé del puesto para comer a solas en una banca de la plaza. Me bastó un mordisco para llevarme una desagradable sensación: sabía peor semejante intento de hamburguesa que aquellas de la franquicia americana más popular, precedida por un desagradable payaso. La repulsión me llevó a arrojar mi comida justo a las patas de un perro callejero; este, demasiado listo y precavido, olfateó una y otra vez la inmundicia de carne picada de animales no vacunos, dio tres vueltas alrededor de ella, luego se fue sin lamerla siquiera.

La remembranza me asquea y la ignoro al acariciar al buen Innuk, Adonis de las nieves, de ojos azules y cola erguida, tan acostumbrado a los cariños de la gente.

Seguimos sin aflojar el ritmo de nuestros pasos y mi perro se detiene ante un objeto tirado en el suelo: es un bote de pintura negra en aerosol. Lo levanto, llevándolo conmigo porque no hay cerca un contenedor de basura. Presiono el aspersor, aún le queda pintura. Me invaden los recuerdos de mi mocedad, cuando solía pintar con esos productos en mantas, en lienzos, en bardas. Con el beneplácito de la gente, por supuesto. Nunca hice burdos grafitis de jeroglíficos ni mensajes irreverentes.

Conservo el bote, disfruto de la escasez de personas durante nuestro recorrido y nos internamos en el corazón del centro de la ciudad. Al doblar una esquina, vemos a la distancia a una pareja de mediana edad alimentar a muchas palomas. Él, un sujeto robusto de cabello castaño enmarañado, con la mirada fuera de órbita; ella, una mujer blanca de complexión regular y muy bajita.

Innuk se detiene, tensa sus cuatro patas e inclina su morro hacia adelante, su instinto cazador indicándole apuntar a su presa. Emite un ligero gruñido. Ladra. Observa fijamente a la pareja; yo también centro mi atención en ella. Oh, sorpresa. El hombre lleva un costal; allí meten a las palomas que alimentan. Innuk vuelve a proferir un ladrido, uno solo, autoritario, demandante.

De pronto, todos nos encontramos con la mirada. Los dos extraños arquean las cejas y me observan con desconfianza, temor, qué se yo. Dejan de raptar a las aves y emprenden la retirada con el costal medio lleno. Innuk se abalanza en un salto, quiere adelantarse. Lo someto. Cavilo un instante sin mover un dedo, procesando lo que acabo de presenciar, testigo diurno, testigo asombrado, testigo incrédulo.

Por primera vez me dejo guiar por el instinto del Husky de Siberia. Seguimos a la pareja. Aceleramos el paso hasta trotar, intercambio palabras con mi mejor amigo en su idioma natal –no sé nada de inuit, por eso le hablo en inglés con acento de Alaska–.

Let's get them, boy.

Les damos alcance. De nuevo los cogemos con las manos en la masa: apenas habían pasado un par de minutos desde su escape y ya estaban alimentando a otra parvada de palomas.

Vuelven a mirarnos con esa expresión tan difícil de definir: suspicacia, miedo, malicia, quizá un poco de cada cosa. Una vez más, la huida. Innuk gruñe, salta, se queda parado un momento sobre sus patas posteriores. Una vez más, la persecución. Apresuran el paso y doblan una esquina.  

Let's chase these sick bastards, boy.

Seguimos su rastro corriendo. Ahora sí pienso encararlos. De inmediato llegamos al mismo sitio donde los habíamos perdido de vista. Oh, sorpresa. Ya no los vemos. Desaparecieron como fantasmas o se los tragó la tierra. Me rasco la cabeza, volteo a todos lados en vano. Innuk olfatea la banqueta, avanza con sigilo siguiendo la pista: el aroma de los secuestradores de aves transmutado en una estela distinguible solo para los sentidos del Husky. Luego se detiene ante un restaurante llamado KFD: sitio popular donde se prepara pollo frito.

Oh, my God. You found them, boy.

Me quedo pasmado como imbécil ante la puerta del restaurante. No hubo truco ni nada sobrenatural, los perseguidos allí se metieron. Innuk salta y apoya sus patas sobre la ventana. Hago visera con la mano y me asomo a través el cristal. No veo a nadie, seguramente la pareja anormal debe encontrarse en la cocina, desplumando y retorciéndoles el pescuezo a las pobres palomas. De nuevo, la remembranza. Una vez comí en este sitio, en efecto, y me repugna sobremanera recordar que el “pollo” no sabía mal.

Golpeo la puerta, nada. Porfío. Nadie me responde, nadie lo hará. Volteo a ver a mi compañero perruno y le acaricio el hocico –una palmada en la cabeza es indicarle quién es el dominante–. Le hablo en mi idioma natal.

–Ay, Innuk. No vas a ser la primera criatura en orbitar el planeta, ni has transportado cargamentos de vacunas contra la difteria, ni me has acompañado a la estación del metro –no te culpo, aquí en esta ciudad ni hay–, tampoco participar en alguna guerra mundial. De todos modos, muchacho, hiciste un gran descubrimiento. Los inspectores de salubridad van a darte una medalla, es más, habrán de erigirte una estatua. Deja que les cuente tu hazaña a mis amigos periodistas.

Innuk no me responde ni con un gemido, sólo se limita a hacer lo suyo: orinarse sobre la puerta del restaurante.

All right, boy, take a pee. Yeah, let it flow.

Antes de regresar a la casa, utilizó la pintura en aerosol para dejar un bello mensaje en inglés sobre una ventana de KFD: “D” is for Dove. Después arrojo el bote a lo lejos, pensando en la malévola astucia del dueño al bautizar su negocio KFD. Kentucky Fried Doves. Al buen entendedor.

 

 




José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

4 comentarios:

  1. Cuando yo era niña vivíamos cerca de la calle lñLibertad y 5a. Y en la esquina estaba un puesto de tacos donde a veces comprábamos ese puesto desapareció y a a la sra. Se la llevaron a la cárcel porque descubrieron que los tacos eran de gato. NO ES CUENTO, ES UN CASO REAL

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