Arena
Por Tony Cazares
Entre el tumulto
de las muchas almas que anduvieron sobre la Calle Libertad, nacían sus primeras
canciones desde una temerosa guitarra Ibáñez. Yo fui más que su amigo, su
unánime sombra. Lo recuerdo, quitado de cada esquina por los mercaderes,
buscando un lugar para acomodarse las ilusiones: tocaba, por lo común, al
refugio del quiosco y de cara a las fuentes, donde los niños pobres corrían
para empaparse los harapos.
Él también había
sido un pequeño que ignoraba las ruindades del mundo; pero el tiempo fue
despabilándolo hasta que una buena mañana despertó: se dio cuenta de que su
madre era una alcohólica empedernida, y que bajo la intención de huirle a la
soledad, ella aceptaba las desfachas de un hombre cualquiera. Tal vez se debía
a su pronta vejez. Sabrá Dios. Lo triste para mí es que aquel amigo ya solo
vivirá en mis memorias y que la culpa es toda mía.
La última ocasión
en que lo miré fue durante la boda de mi prima Rosalinda; en ese entonces, le
decíamos por su diminutivo: Leo. Leo Rivas.
Por aquellas
épocas se unió a una banda influida por la onda rockanrolera de los gringos,
tanto así que su nombre estaba compuesto al inglés: Arena Show Band. El grupo acostumbraba
hacer covers de Aerosmith, CCR, The Police; quizá por su precaria originalidad.
Antes de integrar a Leo, aún no se habían afamado lo suficiente, hasta pocos
meses después se la mantuvieron presentándose en restaurantes del centro, donde
la más provechosa de las pagas sería conocer a una mujer bonita.
En la suerte de
sus andanzas, sin embargo, escucharon la voz de Leo sobre el quiosco. Les
pareció espléndida y lo invitaron a ensayar algunas de sus canciones. Yo le
dije a Leo que desistiera, porque mi instinto aseguraba que solo querían
aprovecharlo. Al final de cuentas, él aceptó. Acaso aquella fugaz determinación
se debiera a su gran hambre de compañía; no le bastaba conmigo: una persona que
siempre andaba ocupado en sus quehaceres.
Así es, yo era El
Otro: el que refrenaba sus tercos planes nacidos de cualquier arrebato; la
razón, pudiera decirse; quien trabajaba en una tienda de trajes sobre la calle Guadalupe
Victoria; estudiante de la carrera de contaduría. A veces íbamos a un café o
por unas cervezas. Discutíamos bastante. Él defendía que más vale retractarse
de los actos que de las omisiones. En mi caso, opinaba lo contrario. Y a pesar
de todo, conveníamos en el esfuerzo por sacar a flote nuestra vida: aunque
fuera a rastras.
Por eso me esmeré
en la boda Rosalinda para acomodar las cosas necesarias de la presentación.
Acordamos todo perfecto: el escenario luminoso del Hotel Victoria jugaba a
nuestro favor, con sus recintos suntuosos, su gran espacio abierto. Por otra
parte, el sonido preciso y las vestimentas de gala parecían pronunciar la más
importante de las tocadas. Era la primera vez que la madre de Leo lo escucharía
tocar en público. Allí estaba yo, emborrachándome sobre la mesa de sus
familiares directos mientras su madre y su padrastro todavía no llegaban. Quizá
estuviera allí debido a que me miró siempre como un hermano: como la otra parte
de su ser, lo que en el fondo necesitaba.
Trágicamente,
cuando su madre hizo acto de presencia, llegó sola: llevaba la cara hinchada,
un moretón magullado sobre el párpado y el mentón deforme. A Leo se le iba
quebrando la voz en pleno espectáculo; no pudo continuar. Entonces me hizo
señas desde la plataforma, dejó tirado su instrumento y se metió hasta nuestras
sillas.
Caminábamos por
los jardines del salón. Él decía que teníamos que matarlo, estaba enfurecido. Y
yo, en plan de que se le bajaran los humos, le aconsejé que se diera unos
sorbos de tequila para darse valor, aunque mi plan era otro. Entonces le cargué
demasiado los vasos. Sabía que en momentos de ira o de tristeza Leo tomaba
mucho, y yo quería emborracharlo hasta que se le olvidaran las cosas.
Aquella madrugada
Leo tomó mi consejo: bebió hasta embrutecerse. El Arena Show Band siguió
interpretando la música de manera magistral, o al menos eso nos contaron
después. Leo y yo estábamos ahogándonos en alcohol sobre su carro, afuera de su
casa, esperando el instante preciso para matar a su padrastro. Sin embargo, mi
cometido se cumplió. Leo se puso tan tomado que olvidó lo que haría.
No contaba con
que a la mañana siguiente Leo moriría de una cruda. Murió por la resaca
dolorosa y su amargo despecho por el mundo; por el sol pegándole de frente; la
búsqueda perpetua de un porvenir seguro.
Y así murió el
otro Leo: en la mansedumbre de su trabajo sobre Guadalupe Victoria, en la Facultad
de Contaduría. Y hoy, Leonel Cardoza, un viejo sesentón jubilado, se pone a
escuchar los cantos de los jóvenes que andan con su guitarra por la calle
Libertad. Los escucha intentando reconocer las sobras de sus ilusiones muertas.
Tony Cazares, Marco Antonio Zubia Cazares, estudia Derecho en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica cuentos en su blog de Facebook y en otras redes sociales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario