Literatura mexicana no centralizada
Unas palabras para el libro Zona del silencio
Por Luis Kimball
Si la literatura en México comienza, como señalaron Fuentes y
Gutiérrez Vega, con el libro dictado en Guatemala por Bernal Díaz del Castillo,
la mexicana es normal entenderla con el advenimiento de la revolución.
La Zona del Silencio es otro de esos libros que viven en el rincón
y son la literatura tan pretendida por otros de más fama.
Batallé en cortar un párrafo para mostrarles. ¿Por dónde cortaría
usted Las manos de mamá, de Campobello? Seleccionar es tan canalla como
comprar un pedazo de ejido. Pero lo hice.
Escrito por el ya desaparecido Alejandro Carrejo Candia, nacido en
1925, Zona del silencio contiene 21 relatos de narrativa ágil, no
apresurada ni con escisiones minimalistas.
Su realismo sorpresivo lo hace caber sin esfuerzo entre El
Diosero, de Portillo y Rojas y El llano en llamas, con cualidades diferentes
y propias, pues si en El Diosero los relatos guardan aquella visión de
“sujeto observa objeto”, común al antropológo de la época, en Zona del silencio
el narrador participa en el humor de lo acontecido. No hay hombre blanco al
mando, pues incluso cuando narra una confrontación entre tobosos y españoles,
mestizos contra franceses o parientes contra apaches, aparece el cálculo de los
que se están apostando entre semejantes.
Los indios en gran número sitian y atacan a los marinos que se
defienden heroicamente. Con un movimiento estratégico los tobosos permiten la
salida de los españoles (...) podemos decir con orgullo, que nuestro valientes
indios, que ni siquiera conocieron el mar, capturaron un barco en singular
combate” (p. 30 de Combate naval/ terrestre).
Entiendo que a los mezquinos propietarios de la verdad social, ese
“nuestros”, argumento legítimo de su negocio de lucha, les obligue a
escandalizarse, pero creo que el fragmento alcanza a establecer la diferencia
entre lo comparado.
Y como para dar proporción me vino ponerlo a la derecha de Rulfo,
queda explicar que el lirismo en la también prosa poética de Carrejo va tan
bien disfrazado de narrativa que no lo siente uno ahí, aunque sea evidente. Si
Rulfo lleva el relato a la memoria vía una imagen que graba sentencias finales,
aquí las imágenes, más que suficientes, como la del caballo fusilado, reposan
en la tranquilidad de una voz posterior que vuelve al contexto de la realidad
con toda su textura, destacando la extrañeza misma en ella, como aquel
insufrible par de páginas posteriores a la muerte de Madame Bovary. Ahí sí, ya
aplica las frases del cierre sin necesidad de mayor contundencia, sino como diluyéndolas
en nuestra conciencia:
Las seis de la mañana. Me quedan unos minutos de vida. Ya estarán
preparados para fusilar a su general y ya listo mi caballo. Menos mal que el
cabrón de González permitió que me fusilaran montado.
―¿Algún otro deseo, mi general?
―No,
capitán, cumpla sus órdenes.
―¡Pre…
paren!
―Yo
me quebro al caballo ―dijo
uno.
―Yo
me quebro al caballo ―repitió
el otro.
―¡A...
punten!
―Yo
me quebro al caballo ―pensaron
todos.
―¡Fuego!”
(p.
14, El fusilamiento)
Recuerda el estilo directo de Martín Luis Guzmán, que enderezó las
frases criollas predominantes hasta entonces en lo escrito, sustituyendo por el
fraseo común al mexicano, que dice lo necesario sin chantajes a la moral, como
cuando describe la aplicación de la ley fuga. Pero quizá es más cercano al
mecanismo narrativo de Rafael F. Muñoz, contándonos con paciencia el
hundimiento lento y estúpido del general Fierro, cruzando la laguna de San
Buena Ventura sobre el caballo cargado de oro.
Seguido me preguntan por qué tal autor no es de más fama, o directamente
por los escritor@s famos@s, como creyendo que en masa tenemos
mejor criterio y no el de un rebaño de consumo. Pues no. Lo bien sopesado en
letras no es imprevisto. Zona del silencio se parece a la vida misma
cuando se vive, bien y mal: aunque asombre, nunca sorprende. Lo sorprendente en
literatura delata, entristeciendo, necesidades afectivas que reclaman éxito
para el pobre cuerpo del ego desde la moral más rebajada. Aquí no, con este
gusto el autor nos comparte:
De don Lupe he rescatado una serie de sucedidos, como él los
llamaría, con los que animó las pláticas que tantas veces tuvimos en los
escenarios de nuestra infancia. Los relatos que provienen de cantina, que por
su contenido y forma denotan autenticidad de origen, me llegaron a través de
contertulios del sacristán”(p. 8; Introducción).
Carrejo escribió toda su vida. Su frescura no es aducible solo al
talento, sino al desarrollo de una gran capacidad mnémica, crítica y
observante, y a un conocimiento muy claro sobre las tendencias vigentes en la
literatura de su actualidad. En los escritos de este hombre, que nació hace
casi cien años, se encuentran posturas firmes con respecto a la literatura
oral, como aparece en este trozo donde deja claro que del lenguaje inclusivo, y
las masculinidades reprimidas que desata, le queda un entendimiento holgado
para mencionarlo en humores de paso:
El eterno pretendiente de la Pájara pinta fue La marimba ‒los gramáticos defensores del
género lo llamaban El marimba‒
un ferrocarrilero de yompa de mezclilla azul y paliacate rojo que llegaba cada
tercer día arrastrando con su máquina un tren de carga.
También usa la grafía del habla popular donde corresponde, no
folclorizando, sino bien mezclado, dando relieve a lo plural de una cultura:
Os fio mi pulque para que apedreen las puertas en setiembre,
vuestro patrio mes en que, “¡Mueran los gachupines!”, se quejaba, “vosotros os
divertís sobre vuestras señoras y yo pago las comadronas.'A'i me lo apunta, don
Pepi”, los remedaba (p. 62; El aparecido).
En Zona del silencio aparecen mitologías de otros tiempos;
otros, porque la literatura moderna se funda sobre la desconfianza de lo
escrito, de los hombres de saber: los leídos.
Soltando unos latinajos en inglés que ni don Lupe
(p. 10).
Nos adentra rápido en la constitución de razas, procedencias e
historia y costumbres de ese mundo que gira en derredor de su desierto, entre
sus ríos:
Más por efectos climáticos que por información genética, los habitantes
parecían mezquites: delgados, secos, rugosos, denotaban un mimetismo en su
semejanza con estos árboles. Iletrados, mantenían una comunicación oral de
tradiciones abundantes en leyendas que contaban la historia del pueblo
remontándose a sucesos de la guerra de Independencia, de la invasión
norteamericana, de la intervención francesa y de la más reciente Revolución Mexicana”
(p. 76; Loasó).
Quilombo, periplo, palabras cultas y la lógica infranqueable como
humor, fundamentales al caló norteño, tan extendido ahora en el país (fluyen
del pico del sacristán o de la retórica del maestro; también del narrador):
Corrían los años inmediatos siguientes a la lucha armada que tuvo
lugar en el pueblo, y que fue conocida como la Renovadora, en la que
participaron los propios renovadores y las fuerzas del gobierno, el cual,
evidentemente, se negaba a ser renovado. Aquí se luchó denodadamente por
tierra, y en el aire la aviación tuvo un bizarro desempeño. A falta de mar, no
participó la marina.
¿A que no ha escuchado de La Renovadora antes?, quizá ni a la
banda de la Secretaría de Marina que toca en estos desiertos.
El discurso oficial alusivo a efemérides en turno, punto número
tres del programa general, invariablemente estaba a cargo del “profe”, quien,
haciendo gala de su cultura vasconcelista, asestaba olimpos, parnasos, pléyades
y siglos de oro al menor de los descuidos” (p. 33 y 34;
Pueblo globero).
También nos informa que la harinera El Globo es de ascendencia jimenense.
¿Qué tanto más puede pedírsele a un autor?
Divertirse en el llano, en la espera paciente de la nuez de la
nogalera…
(Con eso del tololoche le gané un albur a mi compadre. Una vez me
contradijo: no se dice tololoche, se dice contrabajo... me la'rriscas, le dije
yo, con lo que se quedó sosiego murmurando su gademet)
(p. 11; El premio).
Y es que estos pueblos, muy distantes a la playa, lejos de la mano
de Dios, casi ignorados por los gringos, han ganado su fama de trabajadores,
porque si no, no hay comida. Y peor: en los larguísimos atardeceres, menos va a
saber dónde poner su alma a penar. Así que se ha de fijar usted con detalle en
el chisme, que aquí nadie se lo va a contar parando la trompita.
Transcurridos los primeros días de las vacaciones, ya aparecía el
aburrimiento que dejan los días igualitos.
Las pequeñas sótanas, y
uno que otro paño menor, colgaban de las jarillas a la orilla del río. Don Lupe
había llegado tarde a la reunión.
―A
mí me tocó presenciarlo ―comenzó
diciendo Guadalupe, el sacristán” (p. 13; Fusilamiento).
Aquí comienzan los folclores de pueblo. El fusilamiento es
acompañado por un conjunto de arpa, violín y guitarra, como se llamará el
relato siguiente en el que tocan un himno. Lo puede creer cualquiera que viva
puebleando. A saber si pasó un ángel o vino de la capital pero es un arpa en
todo rigor, quizá con cajón de fieltro, alguna doradura o laca o ambas y número
de serie por algún lado: sin necesidad de descripción o justificación. Pero aguántese
esta escena, verá que es de un realismo freudiano, que a todos nos pasa en la
vida de vez en cuando:
Cayó el caballo sobre la pierna del general y se oyó como el
tronido de un palo seco cuando se quiebra. Sintió pasos que se acercaban, sin
duda para darle el tiro de gracia, oyó el disparo. El caballo sobre su pierna
se estremeció. Después se oyeron pasos apresurados y cuchicheo de viejas.
―Ya
despertó -le dijo una a la otra.
Intentó levantarse, un fuerte dolor se lo impidió. Vio que tenía
una pierna vendada y dos tablas fuertemente atadas a ella.
―Mi
general ―dijo
una de las viejas―,
estése sosiego, nomás tiene la pata quebrada, pero pierda cuidado. Está usté
seguro, en güenas manos.
No contestó. Volvió a cerrar los ojos, se volteó contra la
pared...” (p. 14 y 15).
Y sigue la lira dando estos arpegios; inmediatamente después de
este relato aparece Arpa viloín y guitarra, y comienzan a aparecer y
desaparecer pericos, mujeres y mitos.
Con el cinismo que le hizo periodista, leal a la cantina, dominado
por el humor del sátiro que siempre ha de dudar, afirma:
El instituto de estadística determinó que la afluencia de gente en
esos días superó a la que se reúne año con año el 6 de agosto, día dedicado al
santo patrono del pueblo (p. 28: Matar la sierpe).
El presidente vitalicio de México, Porfirio Díaz, pensó dos o tres
cosas memorables, aparte de firmar ese contrato con el Comodoro Vandervilt para
ferrocalizar al país; se encargó de dotar de hospitales y bandas de guerra a
cuanta cabecera municipal adornaba su administración por el extenso; tendría
sus razones.
Cuando el general y presidente de la republica don Porfirio Díaz
pasó por el pueblo rumbo a la frontera para entrevistarse con Taft, amenizaron
el evento. Allí se interpretó el más patético himno jamás escuchado. En aquella
ocasión arrimaron a las estaciones del tren mucha gente, hasta de Villa López.
No crean que se va a ir tan campante…
Amenizaron, decía, el evento y una vez pasado el general, le
siguieron por su cuenta y tocaron y cantaron su amplio repertorio de corridos,
adelitas, marietas, valentinas, rieleras, mañanitas, cantares épicos y
canciones tristes (p. 18).
Con el surtimiento, poco a poco, el trombón y el tambor empezaron
a ir también a las cantinas, no solo en escapadas nocturnas, sino incluso en
tradicionales canciones basureras, propias del terreno que comparten Coahuila,
Durango y Chihuahua, (ahí a las afueras del pueblo, donde el viento junta la
basura y a desafinados compadres borrachines, que acompañan o preceden al
singular canto cardenche).
Si con el conjunto musical Carrejo citó la genealogía del pueblo
sin usurpar ni al historiador ni al filólogo, en este relato de tres páginas
circunscribe la historia del lugar al emplazar en su casa al zapatero. Mire estas
otras dos colecciones:
Al zaguán taller llegaban un ferrocarrilero jubilado, que
platicaba de la explosión que casi destruyó al pueblo en tiempos remotos; el
maestro, orador oficial y oficioso de toda efeméride patria (...); el otro
silencioso, que cargaba en sus lomos una jaula de carrizo con un gallo dentro;
el atildado aquel de brillante cabello y bigote estilo raya de lápiz...”
Se hablaba allí, (...) de fabulosos entierros ‒redoteros o relaciones, solían
decir‒;
de sucedidos de la revolución de Madero; de leyendas, mitos, historia regional,
literatura, pleitos de perros, de familias y de otros”
(p.22).
Rematando con sentencias así, que hacen pensar en Terencio o
Pirandello:
Llegaban otros, cada uno caracterizado de su propia vivencia. Con
frecuencia llegaban tantos que era necesario trasladarse al patio, donde
iluminados por una fogata pasaban la noche” (p. 22; La
casa del zapatero).
O llegando tan de frente a sus propios paradigmas, que logra
englobar una forma de conocer un mundo:
Desde la ventana se veían la últimas casas del pueblo antes de
llegar al río, se veía también la alameda del mismo río y las huertas de los
chinos. Nada más las torres de la iglesia eran más altas que mi cuartito (p.
50).
*
(No Rulfo requiered)
Tan insólito como el día que escuché a la banda de la Secretaría
de Marina en ese enclave platero del desierto que es Hidalgo del Parral,
aparece esta narración de navegantes españoles encallando su barco, desmontado
y acarreado sobre troncos desde el puerto de Tampico ‒thank's google maps‒ hasta el Río Florido:
La acción se da en tiempos de la conquista española, cuando un
despistado capitán de navío, español, confunde las costas de Tamaulipas con el Istmo
de Tehuantepec, hace desmantelar su barco dejándolo solo en casco y mástiles,
para transportarlo por tierra rumbo al mar del sur, el actual Océano Pacifico
(...) Pasada la primera impresión, los indios se organizan, espían el avance de
la nave y esperan el momento oportuno (...) aquel casco fue la atracción para
las tribus que habitaban la región y aun de regiones tan lejanas como Nuevo
México, de donde llegaron zunis y navajos; de la tarahumara, de donde bajaron
los pimas, de la Nueva Vizcaya; que aportó tepehuanes, cabezas y gavilanes a la
legión de curiosos que llegaron para conocer la enorme casa rodante (p.
29 y 30).
Desde luego, ya vimos que su precisión narrativa no es
informativa, sino de pertenencia poética. Quede usted con este trenzado de imágenes
puestas en acción, que inicia Abuela y Mercé:
Había ocasiones que llegaba y encontraba a mi abuela sentada en su
mecedora, inmóvil, con la cara al cielo y colgando de un hilito que le salía de
la boca. No era toda ella la que colgaba del humo del cigarro, solamente sus
recuerdos. Lo supe cuando aprendí a no interrumpirla y a esperar que ella solita
regresara, envuelta en la maraña de sus pensamientos. Entonces...
―A
tu tío abuelo Mercé le pasó de todo ―-decía―, yo estuve presente cuando lo
cambiaron los apaches por un caballo. Eso fue allá por la hacienda de Santa
María; el indio gritaba con su voz atiplada: “acerquensen, no tengan miedo, por
la vida de ese tu dios que tienes colgado de unos palos que no les vamos a
hacer nada, queremos dos caballos por los cautivos (p.
35 y 36).
Descolgándose del hilo de humo, un gesto preciso como cuando
aparece el cigarro en la mano del novio que regresa a la barra del hotel de Recuerdos
del porvenir.
No decrece ni se detiene y, en honor a la criminal legión
extranjera:
Todos pensábamos que los franceses eran como los bárbaros,
nuestros enemigos más a la mano, y no. Los franceses eran blancos y algunos con
los ojos de colores, venían vestidos de mamarracho y hablaban como jotos. Su
presencia acobardó a unos y encabronó a los otros. Yo creo fuimos más los
encabronados, porque al final les ganamos (p. 37).
En Voluptuosa, comienza por narrar la llegada de la tía soltera al
pueblo grande de Huehoquilla; siete baúles, sirviente y perico. Tras una
consecuencia inesperada, que no giro narrativo, al lirismo de la escena amatoria
sigue el inicio de un párrafo que da clase de Filosofía en la primera línea:
Todo cambió, las cosas se llenaron de un contenido más allá de lo
funcional y se abrieron en una gama infinita de posibilidades (p.
48).
Luego, llega el conmovedor relato del Capitán (el loro continúa
reviviendo en loros consecuentes) y el romance de la atractiva Gitana:
...vestía una blusa escotada, la falda estrechaba su cintura y
terminaba en amplios vuelos, todo en morado y tachonado de lentejuela y
chaquira; calzaba sandalias y en el cuello anudaba una pañoleta negra, su pelo
caía en corto fleco...
(p. 56)
Muerto el siguiente perico durante el siguiente relato, ocupan la
jaula con un gallo igual de colorido y el ingenio en intentar que hable.
El gachupín realista, don Pepe, incrusta un cuadro perfecto entre
política y moral en los oídos del niño que no gusta de cruzar entre las mujeres
“suripantas” que colorean la calle ocho:
El sacristán les decía suripantas y don Pepe, el asturiano, decía
que todos los rojos eran hijos de puta, en serio, así decía, que todos los
rojos eran hijos de ellas (p. 69; El Cupido ese).
Obligado a topar esa riqueza de olores, comparto de la habitación
de Ofelia, la bruja que hubo en la pequeña ciudad (o gran pueblo, como lo
refiere el autor):
...El cuarto olía como huelen los indios recién bajados de la
sierra, a copalquín, matarique, chuchupaste, laurel y yerba de la víbora todo
junto (p. 58).
Al final, llega Zona del silencio, el relato más largo y que
nombra al libro. Aquí no se trata de dos ojivas nucleares caídas en el 70 o
demás mitos, sino del relato que da cátedra sobre Jiménez, antes Huehoquilla,
Villa López y esa conjunción de ríos que cercan el desierto. Este relato no
tiene pierde y lo que cuenta es interesantísimo.
Los perros y los pájaros son los animales con más presencia en el
desierto. Los perros no tienen pelo y los pájaros son de piedra, a excepción de
los zopilotes.
Cuentan que los perros se quedaron sin pelo a consecuencia de un
hartazgo de carne humana, y que fue así; en los primeros años de la
colonización (p. 89).
Los rasgos estilísticos denuncian la aportación estética,
incluyendo lo feo o grotesco; el achatamiento del rostro sobre la bola de cebo
de la gran cesta donde se ha descompuesto la bruja guarda similitud hasta en la
sonrisa con el gordo rostro de gato de la sierpe que los convoca a jugar a
matarla.
El silencio, esa cosa no dicha, resulta consistente como engrudo
para el pueblo y une los relatos: lo no dicho ni visto de la Sierpe, aunque
después coincidan todos en haberle pegado; el asesinato o desaparición del niño
italiano, la procedencia de los ojos claros del hijo del capataz, etc. Todo
acabará por coincidir.
Carrejo fue trabajador en los Estados Unidos, periodista en Baja
California, becado por los nogaleros de Jiménez para estudiar pintura y
desarrollar escultura en España; la ruta nos va esclareciendo el espécimen que
deja en este libro otra afirmación contundente de la literatura del norte,
asiento obligado para que se pueda hablar legítimamente de la literatura de
Ciudad Jiménez.
Sin menor reserva recomiendo este libro a cualquiera que haya disfrutado
Cartucho o Se llevaron el cañón para Bachimba, lo mismo si gustan
de Azorín o Elena Garro. De lo revolucionario solo encontrarán ecos, pero en la
cúspide de una literatura a la que cada vez resulta más injusto volver por solo
dos libros.
Alejandro Carrejo Candia: Zona del silencio. Editorial
UACH, México, 2011.
Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió
en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro.
Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el
conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y
en Manual
del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y
autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios
culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.